Tragedias, etcétera
La semana pasada en una terraza de café, mientras mis dedos tecleaban sobre la laptop y la gente de la mesa de atrás hablaba y unas personas se bajaban de un auto para comprar pan en la cafetería, empezaron a caer piedras del cielo. ¡Clac! Tres piedras se estrellaron con fuerza contra la calle. ¡Clac, clac! El sonido de la primera que cayó quién sabe dónde nos hizo voltear a todos los que estábamos en la terraza. La segunda cayó segundos después sobre el auto de la familia y la tercera rebotó, ya casi sin fuerza, en la farmacia de enfrente.
Todos nos quedamos inmóviles, en estado de alerta. Silencio.
Cuando estuvimos seguros de que estábamos a salvo el padre se acercó al frente del auto y dijo en voz alta que una de las piedras había estrellado su parabrisas; lo dijo con una voz más alta que la voz alta, más alta incluso que él mismo. Pronto se acercó el dueño de la cafetería, que ya estaba invitándonos a entrar al local para protegernos, y también se acercó el hombre de la mesa de atrás. El hijo bajó del auto, la madre, el amigo del hijo que estaba en el asiento trasero y en un momento el auto tuvo a toda la gente alrededor como un atropellado.
Miré la escena. Sí, el parabrisas estaba estrellado, pero no era nada espectacular, apenas una estrellita redonda cerca de los limpiadores. Es algo peligroso, entiendo, una vez a mi auto le sucedió lo mismo y poco tiempo después apareció una línea que terminó por romperlo por completo. Pero esa estrellititititita no merecía tanto drama.
El dueño y el hombre de la mesa de atrás cruzaron algunas palabras empáticas con el padre: menos mal que fue sólo una cuarteada; en esta ciudad ya hay que cuidarse de todo; uno nunca sabe por dónde va a llegar el peligro, bla, bla, bla. El hijo y su amigo analizaban el golpe, lo tocaron con un dedo y hablaron entre ellos en voz baja. La madre miraba al padre y luego a los hombres y finalmente caminó hacia el local; ella iba a comprar pan.
El hijo y el amigo volvieron al auto, el dueño al café y el hombre regresó a su mesa, pero el padre se mantuvo firme analizando el golpe, miraba hacia los balcones de los edificios cercanos pensando en la trayectoria de esa piedra maldita, en su mente estaba uniendo piezas, atando cabos. De pronto una llamada. Sí, bueno... pues más o menos, me acaban de estrellar el parabrisas, mano. Sí, hombre, muy mal, fue una pedrada que cayó quién sabe de dónde, bla, bla, bla.
La mujer salió de la cafetería con una gran bolsa de pan. Sabes en cuánto me va a salir esto, le dijo el marido para recibirla. Ella lo miró con una sonrisa de consuelo, abrió la puerta y entró al auto.
El padre nuevamente tocó la estrellita diminuta que dejó la piedra endemoniada sobre su cristal, volvió al auto maldiciendo en voz baja, arrancó y se fue.
Me quedé pensando en la conversación que tendría la familia en ese momento adentro de ese auto. El padre la iniciaría, por supuesto, la madre propondría llevar el auto al día siguiente al taller para cotizar el cambio de parabrisas. El hijo diría que no, que mejor fueran a una cristalería y que pidieran que circularan la estrella con la maquinita que hace cortes de diamante, porque a su amigo Rigo le pasó lo mismo y le cobraron nada más cien pesos. El amigo estaría de acuerdo con el comentario del hijo, diría incluso que a su prima le pasó lo mismo y procedió igual que Rigo, cien pesos. El padre volvería a decir que no se vale, que de dónde salieron las piedras y miraría la estrellita desde adentro. La madre con un poco de hartazgo le diría ay mi amor, pues algún escuincle. Luego el padre respondería que qué infelices que acaso sus padres no los educan bien -miraría a su hijo con ojos de advertencia desde el retrovisor- y volvería a pensar en cuánto le va a salir arreglar ese chistecito, etcétera, etcétera.
El lunes en la oficina. Ese mi lic, cómo te fue el fin de semana. Quihubo mano (se estrechan las manos y suena un fuerte puc) fíjate que muy mal, me estrellaron el parabrisas. ¡No me digas, mi lic! Sí, mano, un pinche escuincle de un edificio de Polanco se puso a aventar piedras y una le cayó a mi coche. Híjole qué mala onda, mi lic. Por suerte todos estamos bien, ¿pero sabes en cuánto me va a salir cambiar el cristal? No, pues ya me imagino, etcétera, etcétera.
El amigo de la oficina camina a su cubículo y le dice al que está en el cubículo de al lado: ¿Ya supiste que al lic le rompieron el parabrisas. ¿En serio? Sí, hombre, que un chamaco le aventó unas piedras en Polanco, etcétera, etcétera.
La madre en el desayuno con las amigas. Ay, querida, no te preocupes, ya sabes cómo son estas cosas, hay tantos maleantes drogadictos por todos lados. Menos mal que a ustedes no les pasó nada, qué peligro y ahora en cuánto le va a salir a tu marido cambiar el parabrisas, etcétera, etcétera.
El hijo en la escuela, etcétera, etcétera. El amigo del hijo etcétera, etcétera.
Yo volví a mi café, a mi laptop, a mi vida sin parabrisas rotos y comencé a escribir esto sólo para no olvidar cuánto nos gusta hablar de las tragedias. Tragedias irrelevantes del mundo, del país, de la realeza, de Hollywood, de Televisa, del presidente municipal y de las vidas de todos, de todos los días. ¿Para qué?
Estoy segura que de lo último que habló la familia aquel domigo-maldito fue de lo bueno que estaba el pan que compró la señora.
Y a mí me consta que el pan danés era una verdadera delicia.
Todos nos quedamos inmóviles, en estado de alerta. Silencio.
Cuando estuvimos seguros de que estábamos a salvo el padre se acercó al frente del auto y dijo en voz alta que una de las piedras había estrellado su parabrisas; lo dijo con una voz más alta que la voz alta, más alta incluso que él mismo. Pronto se acercó el dueño de la cafetería, que ya estaba invitándonos a entrar al local para protegernos, y también se acercó el hombre de la mesa de atrás. El hijo bajó del auto, la madre, el amigo del hijo que estaba en el asiento trasero y en un momento el auto tuvo a toda la gente alrededor como un atropellado.
Miré la escena. Sí, el parabrisas estaba estrellado, pero no era nada espectacular, apenas una estrellita redonda cerca de los limpiadores. Es algo peligroso, entiendo, una vez a mi auto le sucedió lo mismo y poco tiempo después apareció una línea que terminó por romperlo por completo. Pero esa estrellititititita no merecía tanto drama.
El dueño y el hombre de la mesa de atrás cruzaron algunas palabras empáticas con el padre: menos mal que fue sólo una cuarteada; en esta ciudad ya hay que cuidarse de todo; uno nunca sabe por dónde va a llegar el peligro, bla, bla, bla. El hijo y su amigo analizaban el golpe, lo tocaron con un dedo y hablaron entre ellos en voz baja. La madre miraba al padre y luego a los hombres y finalmente caminó hacia el local; ella iba a comprar pan.
El hijo y el amigo volvieron al auto, el dueño al café y el hombre regresó a su mesa, pero el padre se mantuvo firme analizando el golpe, miraba hacia los balcones de los edificios cercanos pensando en la trayectoria de esa piedra maldita, en su mente estaba uniendo piezas, atando cabos. De pronto una llamada. Sí, bueno... pues más o menos, me acaban de estrellar el parabrisas, mano. Sí, hombre, muy mal, fue una pedrada que cayó quién sabe de dónde, bla, bla, bla.
La mujer salió de la cafetería con una gran bolsa de pan. Sabes en cuánto me va a salir esto, le dijo el marido para recibirla. Ella lo miró con una sonrisa de consuelo, abrió la puerta y entró al auto.
El padre nuevamente tocó la estrellita diminuta que dejó la piedra endemoniada sobre su cristal, volvió al auto maldiciendo en voz baja, arrancó y se fue.
Me quedé pensando en la conversación que tendría la familia en ese momento adentro de ese auto. El padre la iniciaría, por supuesto, la madre propondría llevar el auto al día siguiente al taller para cotizar el cambio de parabrisas. El hijo diría que no, que mejor fueran a una cristalería y que pidieran que circularan la estrella con la maquinita que hace cortes de diamante, porque a su amigo Rigo le pasó lo mismo y le cobraron nada más cien pesos. El amigo estaría de acuerdo con el comentario del hijo, diría incluso que a su prima le pasó lo mismo y procedió igual que Rigo, cien pesos. El padre volvería a decir que no se vale, que de dónde salieron las piedras y miraría la estrellita desde adentro. La madre con un poco de hartazgo le diría ay mi amor, pues algún escuincle. Luego el padre respondería que qué infelices que acaso sus padres no los educan bien -miraría a su hijo con ojos de advertencia desde el retrovisor- y volvería a pensar en cuánto le va a salir arreglar ese chistecito, etcétera, etcétera.
El lunes en la oficina. Ese mi lic, cómo te fue el fin de semana. Quihubo mano (se estrechan las manos y suena un fuerte puc) fíjate que muy mal, me estrellaron el parabrisas. ¡No me digas, mi lic! Sí, mano, un pinche escuincle de un edificio de Polanco se puso a aventar piedras y una le cayó a mi coche. Híjole qué mala onda, mi lic. Por suerte todos estamos bien, ¿pero sabes en cuánto me va a salir cambiar el cristal? No, pues ya me imagino, etcétera, etcétera.
El amigo de la oficina camina a su cubículo y le dice al que está en el cubículo de al lado: ¿Ya supiste que al lic le rompieron el parabrisas. ¿En serio? Sí, hombre, que un chamaco le aventó unas piedras en Polanco, etcétera, etcétera.
La madre en el desayuno con las amigas. Ay, querida, no te preocupes, ya sabes cómo son estas cosas, hay tantos maleantes drogadictos por todos lados. Menos mal que a ustedes no les pasó nada, qué peligro y ahora en cuánto le va a salir a tu marido cambiar el parabrisas, etcétera, etcétera.
El hijo en la escuela, etcétera, etcétera. El amigo del hijo etcétera, etcétera.
Yo volví a mi café, a mi laptop, a mi vida sin parabrisas rotos y comencé a escribir esto sólo para no olvidar cuánto nos gusta hablar de las tragedias. Tragedias irrelevantes del mundo, del país, de la realeza, de Hollywood, de Televisa, del presidente municipal y de las vidas de todos, de todos los días. ¿Para qué?
Estoy segura que de lo último que habló la familia aquel domigo-maldito fue de lo bueno que estaba el pan que compró la señora.
Y a mí me consta que el pan danés era una verdadera delicia.
Imagen: crying baby
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