Había una vez, en un país muy lejano...
Tenía nueve o diez años cuando pasaban una serie de caricaturas francesas en la televisión abierta. Eran caricaturas viejas, aburridas, que contaban leyendas de Francia. Las pasaban los domingos y eran apenas unos diez capítulos que repetían una y otra vez para rellenar los espacios de programación infantil. Mi leyenda favorita era la del puente de Avignon, que ya no me acuerdo de qué se trata, pero sí que al final un grupo de fantasmas cantaba y bailaba sobre el puente y me parecía espeluznante: "en el puente de Avignon, bailaremos para siempre, en el puente de Avignon, si no acaba esta canción", eran fantasmas transparentes movidos como títeres y la canción se repetía eternamente. Ho-rri-ble.
Los dibujos no tenían mucho color; los personajes eran casi grises, azules y estaban vestidos con abrigos largos y negros. Cuando la leyenda era en París, las calles y los puentes del Sena aparecían iluminados con cadenas interminables de luces amarillas, siempre debajo de un cielo de plomo. París me parecía una ciudad vieja y oscura. Boinas, baguettes, botellas de vino, bigotes retorcidos, mujeres que caminaban arqueadas con la frente en el techo, cubiertas de pieles con cabezas de zorros que tenían una X en lugar de ojos y una lengüita rosa de fuera.
Los dibujos no tenían mucho color; los personajes eran casi grises, azules y estaban vestidos con abrigos largos y negros. Cuando la leyenda era en París, las calles y los puentes del Sena aparecían iluminados con cadenas interminables de luces amarillas, siempre debajo de un cielo de plomo. París me parecía una ciudad vieja y oscura. Boinas, baguettes, botellas de vino, bigotes retorcidos, mujeres que caminaban arqueadas con la frente en el techo, cubiertas de pieles con cabezas de zorros que tenían una X en lugar de ojos y una lengüita rosa de fuera.
La primera vez que estuve en París, llegué por la tarde justo a la hora pico. Viajaba con Edouard, un amigo de la adolescencia que siento como familia, en un Ami8 azul pastel del año sesenta y cuatro. Nos hospedaríamos en Saint Germain en el estudio de su hermana Violaine y, tratando de encontrar la mejor vía para llegar, nos quedamos varados en el Quai du Louvre que tenía obras de reparación.
Dos horas en el Quai du Louvre con el París más vulgar de todos: lleno de autos, de ruido de máquinas, con lluvia afuera, y adentro Edouard y yo nerviosos porque el Ami8 en cualquier momento iba a calentarse y a dejarnos botados, como en Uzès, como en Lyon...
Logramos llegar al estacionamiento de la mamá de August cerca de La Bastille (estacionamiento gratis en París, una semana completa, eso fue tener una suerte de locos) y después de una escala con vin rouge, tomamos el metro a Saint Germain des Prés.
Dos horas en el Quai du Louvre con el París más vulgar de todos: lleno de autos, de ruido de máquinas, con lluvia afuera, y adentro Edouard y yo nerviosos porque el Ami8 en cualquier momento iba a calentarse y a dejarnos botados, como en Uzès, como en Lyon...
Logramos llegar al estacionamiento de la mamá de August cerca de La Bastille (estacionamiento gratis en París, una semana completa, eso fue tener una suerte de locos) y después de una escala con vin rouge, tomamos el metro a Saint Germain des Prés.
El estudio de Violaine está en el copete de un edificio de la calle Furstenberg (casi estoy segura que en esa misma calle Horacio Oliveira encontró a esa adivina que le leyó la mano), y el espacio es tan pequeño que es posible cocinar, tomar un baño y dormir al mismo tiempo. Un aperitivo de bienvenida: salchichón, quesos, vino. Hablamos del viaje a Annecy, de Lyon, del Montblanc y de todos esos pueblos que habíamos recorrido con el Ami8 en el sur. Edouard y yo nos dimos cuenta de que habíamos recorrido muchos kilómetros, de que habíamos estado más de diez días viviendo en el auto, a veces incluso durmiendo en el auto, y chocando la segunda copa de vino ambos nos miramos con una expresión que pareció de gratitud.
Salimos a pasear. Caminamos por un laberinto de calles, Rue Cardinale, Rue de Buci, Rue de L'Echaudé. Caminos apretados llenos de gente y de cafés de banqueta; una energía completamente diferente de los lugares que visitamos antes; cosmopolita, glamorosa. Eran casi las diez de la noche cuando salimos del estudio y todavía la noche estaba parda (cuánto me impresionaron los días tan largos del verano) pero justo al llegar a la Rue du Seine la noche nos cayó encima como si hubieran apagado las luces de un teatro. Pensé que inevitablemente esa calle tendría que conducirnos al río Sena. El río Sena. Me sudaron las manos. Avanzamos un poco más con paso lento viendo los aparadores de las galerías, pero el río, el río Sena, no aparecía por ningún lado: la última calle terminaba en una pared con un arco y no en un río.
Un poco desesperada me adelanté sobre la banqueta, y al doblar la esquina, voilá: ahí estaba el París de las caricaturas, con su cadena de faroles amarillos, con su Sena tembloroso de luces, con sus puentes, su cielo espeso y sus baguettes, sus bigotes y sus artistas.
Sentí que todo aquello que vi de niña en dibujos de pronto se había convertido en realidad. Tal como si hubiera llegado a Macondo, a la Ciudad Gótica o a Wandernburgo. Las siluetas negras de los edificios eran las mismas que tenía en la memoria, con techos en punta, con gárgolas.
Los días siguientes tuve la misma sensación cuando descubrí las plazas que se citan en Rayuela, la place de Vosges en Montparnasse, la place Saint Sulpice donde vive Catherine Deneuve y en la que Vila Matas se queda horas esperándola pasar sin suerte.
Ahí estaban todos esos sitios hechos realidad.
Y ahí también estaba yo, sintiéndome parte de todo el cuento.
Salimos a pasear. Caminamos por un laberinto de calles, Rue Cardinale, Rue de Buci, Rue de L'Echaudé. Caminos apretados llenos de gente y de cafés de banqueta; una energía completamente diferente de los lugares que visitamos antes; cosmopolita, glamorosa. Eran casi las diez de la noche cuando salimos del estudio y todavía la noche estaba parda (cuánto me impresionaron los días tan largos del verano) pero justo al llegar a la Rue du Seine la noche nos cayó encima como si hubieran apagado las luces de un teatro. Pensé que inevitablemente esa calle tendría que conducirnos al río Sena. El río Sena. Me sudaron las manos. Avanzamos un poco más con paso lento viendo los aparadores de las galerías, pero el río, el río Sena, no aparecía por ningún lado: la última calle terminaba en una pared con un arco y no en un río.
Un poco desesperada me adelanté sobre la banqueta, y al doblar la esquina, voilá: ahí estaba el París de las caricaturas, con su cadena de faroles amarillos, con su Sena tembloroso de luces, con sus puentes, su cielo espeso y sus baguettes, sus bigotes y sus artistas.
Sentí que todo aquello que vi de niña en dibujos de pronto se había convertido en realidad. Tal como si hubiera llegado a Macondo, a la Ciudad Gótica o a Wandernburgo. Las siluetas negras de los edificios eran las mismas que tenía en la memoria, con techos en punta, con gárgolas.
Los días siguientes tuve la misma sensación cuando descubrí las plazas que se citan en Rayuela, la place de Vosges en Montparnasse, la place Saint Sulpice donde vive Catherine Deneuve y en la que Vila Matas se queda horas esperándola pasar sin suerte.
Ahí estaban todos esos sitios hechos realidad.
Y ahí también estaba yo, sintiéndome parte de todo el cuento.
Foto: El Sena, París.
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