Desde la zona de desastre
Hoy me declaro en zona de desastre. Hace muchos años que no me enfermaba así.
Todo empezó con una gripa inofensiva que cedió con miel con limón y litros y litros de té, pero el domingo, cuando pensaba que ya todo estaba en orden, algo adentro explotó y como una gran ola de sunami (que llevaba tiempo formándose, silenciosa) en cuestión de horas me dejó devastada.
Tengo alrededor de diez años de tratarme con homeopatía. Fui paciente-fan de Jorge Suárez y desde que él me enseñó que la salud no es otra cosa que saber enfrentar nuestros problemas y resolverlos, ya no puedo verlo de otra manera.
"No es que haya algo que te enferme, tú te enfermas", me dijo una vez.
Tengo un año en el DF y no había logrado encontrar un homeópata que me gustara-impresionara. Es muy fácil acostumbrarse a esa especie "psicohomeopatía" de Jorge Suárez, llena de buenas conversaciones y de literatura. Lo menos que podía esperar de mi siguiente homeópata es que me hablara de Ana Karenina mientras me tomaba la presión. Pero eso no pasa nunca. Ni con los homeópatas ni con ningún otro tipo de médico. Jorge es un maestro de la sanación, no sólo sabía curar con chochitos y con "chochitos en plus" sino que curaba igualmente con las palabras, con libros que me recomendaba, con situaciones de su vida que ponía como ejemplos para la mía.
Los últimos dos años que he estado fuera de Xalapa, y lejos de Jorge, he consultado a varios homeópatas diferentes pero ninguno me ha gustado. Me ha dado la impresión de que caigo con médicos que ya no disfrutan su profesión, y nada más repelente para mí que eso.
En fin, con 39 grados de fiebre es importante tener un médico cerca y hoy no importaba nada, ni su pasión, ni su vocación desgastada, ni siquiera que fuera malo. Estaba desesperada.
Google eligió una doctora para mí.
Una enfermera me llevó por una escalera y entramos por un pasillo que tenía la puerta abierta. Vi a la doctora, no pensé nada. Me indicó que pasara y me sonrío. Me gustó eso. Tenía todavía poco de fiebre y me dio un termómetro. Me preguntó mi nombre y todo eso que preguntan los doctores y luego empezó a hacer esas preguntas que sólo hacen los homeópatas: has tenido pesadillas, cómo son, cómo te sientes, qué te preocupa, etcétera.
(La primera vez que fui al consultorio de Jorge, y me preguntó lo mismo, yo le pregunté a él qué era importante que le respondiera, y él dijo: "todo es importante, todo es importante").
Le recité a la doctora todos mis síntomas, que llevaba dos días sin dormir, que me dolían los huesos y la cabeza y que ya no podía más. Le dije también que estaba muy triste, que reconocía esas fiebres y ese frío por dentro, porque eso mismo me había pasado en Xalapa, en una situación que igual que ahora me había dejado en la lona. Es como un deja vu, le dije (y en silencio pensé que eso confirmaba que no aprendí la lección aquella vez. Se supone que enfermarnos, es una oportunidad para aprender de nosotros mismos; que al final eso es lo que importa y para lo que estamos en el mundo, ¿no?)
Me revisó toda, me tomó la presión, me pesó, me midió, y conforme hacía todo ese ritual (sube a la plancha, descubre el abdomen, cubre el abdomen, quítate los zapatos, siéntate, acuéstate, baja de la plancha, sube a la báscula, baja de la báscula, ponte los zapatos) empecé a sentirme mejor.
Necesitaba un ritual:
Haber tomado la decisión de ir al médico, luego hablar-pensar con la doctora y subir bajar, cubrir descubrir, incluso este acto de escribir en este momento en este blog; no es más que la representación de mi rendición. Es dedicarle fulltime a mi ya no puedo más, a mi de verdad es demasiado, a mi en serio no soy tan fuerte, a mi estoy hastalamadre, a mi no entiendo nada, y a mi en serio en serio sólo quiero estar conmigo.
Estoy segura que Jodorowsky estaría de acuerdo conmigo en que ese ritual fue el comienzo de mi sanación. Aunque él en mi caso recomienda caminar tres días por la playa con un corazón de ternera en una bolsa de plástico y luego enterrarlo y plantarle encima un manzano.
En fin, hay estilos.
Mi doctora me cayó bien, no me habló de Dostoiewsky, pero me di cuenta muy pronto que de verdad quería "curarme". Es una mujer chiquita, joven, de unos 35 años, y conforme le hablaba de mis males y me revisaba con el estetoscopio y todos esos artefactos que son como calamares con tentáculos fríos y horribles, iba creando asociaciones que se veía que disfrutaba mucho, como si se confirmara a sí misma una y otra vez lo que estaba pensando diagnosticarme, y me explicaba los qués, porqués y para qués y a mí eso me tenía encantada.
Mi diagnóstico: Rinitis alérgica con un virus y mi vida saturada.
En fin nada nuevo.
Es la misma lección que no aprendo.
Cuando me dio la receta me pidió que comprara una dosis única de wachisneris en la farmacia y que volviera al consultorio para estar segura de que me había bajado la fiebre.
Eso hice, pero pasaron los minutos y la fiebre no bajó. Subió.
Empecé a inhalar y exhalar rápidamente, sintiendo ese frío caliente en los huesos, pero no lograba sentirme mejor. Por suerte no había pacientes esperando, así que la doctora me invitó de nuevo al consultorio y me senté otra vez frente a ella. Sentía que los ojos me quemaban. Me balanceaba ligeramente en la silla, me abrazaba el estómago.
Me dio a tomar unas gotas en un vasito con agua y, con su cuerpo chiquito que me hablaba de usted, me dijo solemnísima que no iba a dejarme ir hasta que la fiebre bajara.
De pronto me preguntó.
-¿Y tiene hermanos, Érika?
-Sí, tres -respondí.
-Usted es la mayor, me imagino.
-No... bueno, sí lo fui un tiempo -le dije.
Y le conté esa historia de que fui primogénita hasta que mi hermano Enrique, hijo del primer matrimonio de mi papá, llegó a vivir con nosotros a San Miguel.
La fiebre me tenía al borde del llanto. Me dolían los huesos, la cabeza. Me tocaba la frente y la cara como si me autoconsolara. No se desespere, me decía la doctora. Mejor cuénteme qué es eso que la dejó tan triste.
Y se lo conté. Y me desbordé ahí mismo.
Estoy en un momento de saturación, le dije, han pasado muchas cosas en mi vida que todavía no he podido asentar, y le conté a grandes rasgos de la chamba, del amor y de la vida.
La doctora empezó a hablarme de que la gran mayoría de las enfermedades (dijo 90%) están relacionadas con las emociones, y me dijo que sin duda esta enfermedad estaba asociada a esa confusión y a esa sensación de agobio que acababa de contarle. "A veces vienen pacientes que me dicen que tienen un dolor de oído insoportable, pero no tienen nada, más que ganas de que los escuche" me dijo.
Su conclusión, que pareció sacada de una galleta de la fortuna: Érika, usted tiene que aprender a estar sola. Y como si no hubiera sido suficiente, cruzando los 38 grados y descendiendo, me dijo que aprendiera a conocerme mejor, a cuidarme y a valorarme, porque eso que me pasó -el no poner límites a tiempo- fue un acto de desvalorización de mí misma. No hay crimen más grande que faltarnos al respeto a nosotros mismos, dijo. Valórese usted.
Plop.
Le agradecí todo su tiempo y sus palabras, habíamos estado juntas alrededor de dos horas, y cuando verificó que el termómetro había llegado a los 36 grados, me dijo que me podía ir y me dio un abrazo.
Antes de salir, le pregunté si quería ser mi doctora en el DF, y ella sonrió y dijo que sí que con mucho gusto.
Yo ya siento que la quiero.
Foto: termómetro
Todo empezó con una gripa inofensiva que cedió con miel con limón y litros y litros de té, pero el domingo, cuando pensaba que ya todo estaba en orden, algo adentro explotó y como una gran ola de sunami (que llevaba tiempo formándose, silenciosa) en cuestión de horas me dejó devastada.
Tengo alrededor de diez años de tratarme con homeopatía. Fui paciente-fan de Jorge Suárez y desde que él me enseñó que la salud no es otra cosa que saber enfrentar nuestros problemas y resolverlos, ya no puedo verlo de otra manera.
"No es que haya algo que te enferme, tú te enfermas", me dijo una vez.
Tengo un año en el DF y no había logrado encontrar un homeópata que me gustara-impresionara. Es muy fácil acostumbrarse a esa especie "psicohomeopatía" de Jorge Suárez, llena de buenas conversaciones y de literatura. Lo menos que podía esperar de mi siguiente homeópata es que me hablara de Ana Karenina mientras me tomaba la presión. Pero eso no pasa nunca. Ni con los homeópatas ni con ningún otro tipo de médico. Jorge es un maestro de la sanación, no sólo sabía curar con chochitos y con "chochitos en plus" sino que curaba igualmente con las palabras, con libros que me recomendaba, con situaciones de su vida que ponía como ejemplos para la mía.
Los últimos dos años que he estado fuera de Xalapa, y lejos de Jorge, he consultado a varios homeópatas diferentes pero ninguno me ha gustado. Me ha dado la impresión de que caigo con médicos que ya no disfrutan su profesión, y nada más repelente para mí que eso.
En fin, con 39 grados de fiebre es importante tener un médico cerca y hoy no importaba nada, ni su pasión, ni su vocación desgastada, ni siquiera que fuera malo. Estaba desesperada.
Google eligió una doctora para mí.
Una enfermera me llevó por una escalera y entramos por un pasillo que tenía la puerta abierta. Vi a la doctora, no pensé nada. Me indicó que pasara y me sonrío. Me gustó eso. Tenía todavía poco de fiebre y me dio un termómetro. Me preguntó mi nombre y todo eso que preguntan los doctores y luego empezó a hacer esas preguntas que sólo hacen los homeópatas: has tenido pesadillas, cómo son, cómo te sientes, qué te preocupa, etcétera.
(La primera vez que fui al consultorio de Jorge, y me preguntó lo mismo, yo le pregunté a él qué era importante que le respondiera, y él dijo: "todo es importante, todo es importante").
Le recité a la doctora todos mis síntomas, que llevaba dos días sin dormir, que me dolían los huesos y la cabeza y que ya no podía más. Le dije también que estaba muy triste, que reconocía esas fiebres y ese frío por dentro, porque eso mismo me había pasado en Xalapa, en una situación que igual que ahora me había dejado en la lona. Es como un deja vu, le dije (y en silencio pensé que eso confirmaba que no aprendí la lección aquella vez. Se supone que enfermarnos, es una oportunidad para aprender de nosotros mismos; que al final eso es lo que importa y para lo que estamos en el mundo, ¿no?)
Me revisó toda, me tomó la presión, me pesó, me midió, y conforme hacía todo ese ritual (sube a la plancha, descubre el abdomen, cubre el abdomen, quítate los zapatos, siéntate, acuéstate, baja de la plancha, sube a la báscula, baja de la báscula, ponte los zapatos) empecé a sentirme mejor.
Necesitaba un ritual:
Haber tomado la decisión de ir al médico, luego hablar-pensar con la doctora y subir bajar, cubrir descubrir, incluso este acto de escribir en este momento en este blog; no es más que la representación de mi rendición. Es dedicarle fulltime a mi ya no puedo más, a mi de verdad es demasiado, a mi en serio no soy tan fuerte, a mi estoy hastalamadre, a mi no entiendo nada, y a mi en serio en serio sólo quiero estar conmigo.
Estoy segura que Jodorowsky estaría de acuerdo conmigo en que ese ritual fue el comienzo de mi sanación. Aunque él en mi caso recomienda caminar tres días por la playa con un corazón de ternera en una bolsa de plástico y luego enterrarlo y plantarle encima un manzano.
En fin, hay estilos.
Mi doctora me cayó bien, no me habló de Dostoiewsky, pero me di cuenta muy pronto que de verdad quería "curarme". Es una mujer chiquita, joven, de unos 35 años, y conforme le hablaba de mis males y me revisaba con el estetoscopio y todos esos artefactos que son como calamares con tentáculos fríos y horribles, iba creando asociaciones que se veía que disfrutaba mucho, como si se confirmara a sí misma una y otra vez lo que estaba pensando diagnosticarme, y me explicaba los qués, porqués y para qués y a mí eso me tenía encantada.
Mi diagnóstico: Rinitis alérgica con un virus y mi vida saturada.
En fin nada nuevo.
Es la misma lección que no aprendo.
Cuando me dio la receta me pidió que comprara una dosis única de wachisneris en la farmacia y que volviera al consultorio para estar segura de que me había bajado la fiebre.
Eso hice, pero pasaron los minutos y la fiebre no bajó. Subió.
Empecé a inhalar y exhalar rápidamente, sintiendo ese frío caliente en los huesos, pero no lograba sentirme mejor. Por suerte no había pacientes esperando, así que la doctora me invitó de nuevo al consultorio y me senté otra vez frente a ella. Sentía que los ojos me quemaban. Me balanceaba ligeramente en la silla, me abrazaba el estómago.
Me dio a tomar unas gotas en un vasito con agua y, con su cuerpo chiquito que me hablaba de usted, me dijo solemnísima que no iba a dejarme ir hasta que la fiebre bajara.
De pronto me preguntó.
-¿Y tiene hermanos, Érika?
-Sí, tres -respondí.
-Usted es la mayor, me imagino.
-No... bueno, sí lo fui un tiempo -le dije.
Y le conté esa historia de que fui primogénita hasta que mi hermano Enrique, hijo del primer matrimonio de mi papá, llegó a vivir con nosotros a San Miguel.
La fiebre me tenía al borde del llanto. Me dolían los huesos, la cabeza. Me tocaba la frente y la cara como si me autoconsolara. No se desespere, me decía la doctora. Mejor cuénteme qué es eso que la dejó tan triste.
Y se lo conté. Y me desbordé ahí mismo.
Estoy en un momento de saturación, le dije, han pasado muchas cosas en mi vida que todavía no he podido asentar, y le conté a grandes rasgos de la chamba, del amor y de la vida.
La doctora empezó a hablarme de que la gran mayoría de las enfermedades (dijo 90%) están relacionadas con las emociones, y me dijo que sin duda esta enfermedad estaba asociada a esa confusión y a esa sensación de agobio que acababa de contarle. "A veces vienen pacientes que me dicen que tienen un dolor de oído insoportable, pero no tienen nada, más que ganas de que los escuche" me dijo.
Su conclusión, que pareció sacada de una galleta de la fortuna: Érika, usted tiene que aprender a estar sola. Y como si no hubiera sido suficiente, cruzando los 38 grados y descendiendo, me dijo que aprendiera a conocerme mejor, a cuidarme y a valorarme, porque eso que me pasó -el no poner límites a tiempo- fue un acto de desvalorización de mí misma. No hay crimen más grande que faltarnos al respeto a nosotros mismos, dijo. Valórese usted.
Plop.
Le agradecí todo su tiempo y sus palabras, habíamos estado juntas alrededor de dos horas, y cuando verificó que el termómetro había llegado a los 36 grados, me dijo que me podía ir y me dio un abrazo.
Antes de salir, le pregunté si quería ser mi doctora en el DF, y ella sonrió y dijo que sí que con mucho gusto.
Yo ya siento que la quiero.
Foto: termómetro
Comentarios
besoparaquesepasquemepuedesllamarcuandoquierasserescuchada.
tequierom'as.
Y piensa que asi como las enfermedades vienen con una "lección"; vienen con una sorpresa, sí.. como los huevitos kinder... una sorpresa que servirá para sacarte una sonrisa...
Asi.. que si no te ha llegado (que espero que sí.. jaja).. no desesperes. que llegará...
Solo buscala en el cielo...
Todo eso saben los homeópatas?. Espero ya te encuentres mejorcito te mando un abrazo y hechale muhas ganas y ya no estes triste. Saludos!!!
te dejo con una cita de Don Constantino Blanco Ruíz, que dice:
No le busques cuadratura, aunque facil te parezca, y deja que el tiempo te ofrezca y procura aprovechar pues cuando la vida dice a dar; hasta los costales presta!
Yotambiensequetequieroytambientemandobesos. Muchos.
:::::::::::::::::::
Anónim@,
Ya quiero ver mi sorpresa. ¿O fue ese asunto de la esferita de cielo? Esa sí que fue una gran sopresa. ¡Y hecha a mano!
Pues sí, espero aprender mejor esta vez.
:::::::::::::::::
Martín,
Sí, todo eso saben, al menos, los homeópatas que me he topado.
Gracias por la cita de Don Constantino. De acuerdo con que la vida cuando da, hasta los costales presta. Es generosa de generosas.
Saludos!