Por favor, salvemos al pájaro bobo de patas azules


Hoy platicaba con David, nuestro asistente veinteañero que tiene las dimensiones de un espagueti. Le contaba que toda mi formación profesional había estado enfocada a educar a las personas. Soy antropóloga, le dije, los humanos me han parecido siempre una especie fascinante, lo que crean, lo que creen, lo que construyen, lo que destruyen, pero comprenderlos como se comprende a una manada de leones en un documental de National Geographic, me ha dejado pensando en que los humanos ya no valen la pena.

Y lo creo en verdad.
Hace un par de días la Ciudad de México se declaró en contingencia ambiental.
Demasiadas partículas de ozono en el ambiente, dejaron al Valle de México convertido en una olla de insecticida. ¿Qué tipo de vidas estamos teniendo para tener una contingencia ambiental que pone en jaque nuestra propia existencia?

Cuando me enamoré de los humanos tenía veinte años. Típico. Y recién egresada de la facultad de antropología empecé a trabajar en un proyecto en comunidades rurales de Veracruz. Viajé durante un año a no sé cuántas comunidades, en las que dormí en sleeping bag en las bibliotecas de las escuelas públicas y, cuando bien nos iba, en alguna cama de la casa de la maestra o del agente municipal. Fue una aventura personal que sólo pude haber vivido a esa edad.
Me bañé en el río, pensando románticamente que era una especie de Jane en medio de la selva, pero no habiendo otra verdad que la escasez de infraestructura y de agua potable. Comí gallinas libres criadas en los patios de las casas de láminas y blocks grises; conocí los campos de café podrido porque no había compradores y las bodegas de naranjas llenas de moscas cuando la tonelada estaba a peso. "Bien vendido o bien podrido" decía don Julián.
Para desarrollar un proyecto en Perote, tuve que caminar más de 100 veces por el camino de tierra que va de Orilla del Monte a Loma Larga, y otras tantas cuesta arriba hacia El Rincón, a veces con viento, a veces con un sol que me atravesaba la piel, a veces con los pies helados. Un campesino me contó un día que durante los últimos cinco años el invierno había acabado con las cosechas enteras de esas tres comunidades del Valle de Perote, así que, no habiendo otras oportunidades de sustento, vivían en la miseria en una especie de carrera de obstáculos donde cada familia se ganaba la vida con lo que podía; como chofer de camión, como velador en Perote, como criadas, como tortilleras, como extorsionadores de Granjas Carroll.
Esos años en la comunidad me enseñaron sobre la desigualdad y la necesidad de pensar críticamente en los humanos como sociedad: el origen de las injusticias, el poder desmedido, la corrupción, la impunidad. Y claro, quise hacer algo al respecto. 

Un año después, mi proyecto con una ONG gringa tenía el objetivo de hacer un comedor escolar. Mi trabajo era gestionar los materiales, el mobiliario, la capacitación para las mamás, enseñarlas a conseguir despensas en el Banco de Alimentos y a hacer colectas con los empresarios locales.
Fue un hit. Ganamos un premio nacional y se replicó el modelo en varias escuelas.

Educar, me parecía entonces y me pareció por muchos años, el único camino para una mejor vida.
Educar a las mamás, educar a los alumnos, educar a los maestros, educar a los empresarios locales... Educarnos todos para lograr el bien común.

Pero ya no lo pienso así.
El romanticismo se acabó.

En mi afán de educar por el bien común, brinqué de las comunidades rurales a coordinar programas estatales y luego a diseñar grandes programas federales con presupuestos millonarios. La gran apuesta era que esos programas llegarían a educar a gran escala y podría contribuir al fin en la política pública.
Viví el sueño casi diez años: capacitamos a miles de maestros en gestión de recursos y en el uso de tecnología; organizamos congresos en México y Estados Unidos para crear alianzas que pudieran fortalecer nuestro sistema educativo; participamos con Presidencia en el piloto de las tablets para contribuir a la educación del futuro y a la inclusión digital.

Y contribuimos también activamente a poner en los bolsillos de los burócratas de la SEP quién sabe cuántos millones de pesos. 
El día que descubrí que en la nómina de la organización donde trabajaba, estaba el nombre de la amante de un director de la SEP, renuncié.

Mi decepción más grande fue con el proyecto de más alto nivel: Presidencia "Inclusión digital". Las ocho empresas que participamos pronto descubrimos que el gran proyecto naciaonal de equipar con tabletas a los alumnos de educación básica nunca tuvo un verdadero programa educativo detrás; ni siqueira una intención. La presencia del BID y de la dirección de Estrategia Digital del mismísimo Presidente, fue una gran farsa para cubrir el ajuste de cuentas de Peña Nieto hacia Peralta por su aportación a la campaña presidencial. Según me contó la gente de Peralta, el acuerdo fue $1 a $3.

Nuestra "donación" a Presidencia en tres estados, sumó casi un millón de pesos entre tabletas, conectividad, capacitación, viáticos y materiales. El retorno $0. El resultado: tabletas descompuestas seis meses después. Basura. 
En el informe que hice de varias escuelas en el Estado de México, a un año de la entrega de tabletas, el resultado fue el mismo: Basura.

Ese informe fue mi último trabajo en el sistema educativo de este país.

- ¿Pero entonces qué vas a hacer ahora? -me preguntó el espagueti consternado. 
- Pues buscar una nueva causa. No me interesan los humanos. No me interesa educar dentro del sistema educativo de este país -le dije. -Empiezo a creer que limpiar la basura del mar, o salvar a los pájaros bobos de patas azules, tiene más sentido.




Imagen: Tablets de Presidencia, 2013

 


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