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CDMX, 10 de octubre, 2009

Querido Qwerty,

Mi abuela estaba cansada de tener esa única vida que tuvo, sin más opciones que ser ama de casa y luego la mujer abandonada por mi abuelo. Me lo dijo hace unos días, cuando celebramos su cumpleaños noventa y uno. ¡Noventa y uno!

Recordé un poema de Girondo:
Cansado de usar un solo brazo / dos labios / veinte dedos / no sé cuántas palabras / no sé cuantos recuerdos / grisáceos / fragmentarios. Cansado / muy cansado / de este frío esqueleto / tan púdico / tan casto / que cuando se desnude / no sabrá si es el mismo / que usé mientras vivía. Cansado / sobre todo / de estar siempre conmigo / de hallarme cada día / cuando termina el sueño / allí, donde me encuentre / con las mismas narices / y con las mismas piernas / como si no deseara / esperar la rompiente con un cutis de playa / ofrecer, al rocío, dos senos de magnolia / acariciar la tierra con un vientre de oruga / y vivir, unos meses, adentro de una piedra.

Han pasado ya dos meses y mi estancia en la Ciudad de México me ha parecido un truco de magia. Varios amigos del pasado me han visitado en diferentes momentos y me han recordado, como si fuera indispensable, cada una de las etapas que he vivido. No han sido reencuentros comunes y vulgares, no, no, nada de eso. Todo ha sucedido de manera puntual y en un perfecto orden cronológico. Todos llegaron un fin de semana tras otro como si el destino me obligara a hacer un recuento de esta vidita de veintiocho años que tengo hasta hoy.

Me gusta pensar que la vida nos lanza señales, y nos hace advertir coincidencias que en lugar de puntos finales terminan en escalofríos. Entonces insisto en esto que ya escribí porque no es cualquier cosa: desde mi llegada a CDMX cada uno de los fines de semana me he encontrado con alguien del pasado, en perfecto orden cronológico de acuerdo a las etapas de mi vida.

No tiene explicación. Cuando le conté a Adriana, me dijo que la vida tiene ciclos perfectos de siete años, de modo que a los veintiocho me toca cerrar/abrir uno. Puede ser. Lo que ha sucedido después de los reencuentros es lo interesante: he comenzado a entenderme en perspectiva y me doy cuenta de que no tengo ni la menor idea de qué quiero hacer ahora.
“Es la primera vez que no estoy segura de nada”, le dije a Asdrúbal en la terraza del Centro Cultural España, cuando nos despedimos de nuevo, por su partida a Torreón. “Y es raro, pero me parece nunca había estado tan bien”. Cuando se lo dije, quise que entendiera que había renunciado a nuestra
historia, que no me importaba que se fuera, aunque en realidad tampoco estaba segura. ¿Lo habrá entendido así?

Desde que tengo memoria, esta es la primera vez que me sucede no saber qué quiero. Siempre tuve expectativas sobre mí y me acostumbré a tener que saber siempre lo que quería de mi vida. A los trece años, en mi diario, ya había escrito mi plan de vida, en el que, a los veinte años, iba a ser una conferencista y viviría en París. Pero la única verdad es que hoy no sé nada. Y lo de ser conferencista no me interesa. En París, hace frío.

Desde el cumpleaños de mi abuela he empezado a tejer un pensamiento que ya se hizo grande (así como se hacían grandes los deseos de Raquel en El bolso amarillo): ¿cuántas opciones de vida tuvo mi abuela? Pienso sólo en dos: casarse o ser monja. Las otras opciones, aunque existieran, eran impensables para ella: ser soltera, madre soltera o puta. ¿Y cuántas opciones tuvo mi madre? Ella se divorció hace diez años, y además ya había mujeres sin hijos que no fueron monjas; conocí a madres solteras, mi tía es una. Pero después del boom de los divorcios (todas las amigas de mi madre y mis tías están divorciadas) el modelo de las familias se desdibujó. ¿Qué nuevas opciones aparecieron. Puedo ver a la generación de mi roomie Adriana, que tiene entre treinta y cinco y cuarenta años, y no se me ocurre más que pensar que están siguiendo el patrón de esas series de los noventa: Friends, Beverly Hills 90210. Las parejas se mudan a la misma casa, ambos trabajan y son exitosos, ambos generan ingresos, viajan, se divierten, viven tranquilos y ya no se preocupan por tener hijos, ni por casarse siquiera. Además la mitad de ellos es abiertamente gay. Si saben lo que están haciendo o no es lo de menos, es un terreno inexplorado. ¿Pero esa vida relajada y sin compromisos los está haciendo felices? ¿Quién es feliz hoy con la vida que eligió? Adriana, por ejemplo, es directora de su fundación, habla tres idiomas, es una mujer guapa, simpática, independiente, tiene un buen salario, pero está sola y lo lamenta. ¿Qué pasa cuando esas “parejas libres” se separan, se quedan solos y pasan la Navidad con sus vecinos del edificio?

Con mi generación la lista de opciones se ha vuelto larguísima: ahora podemos casarnos, tener hijos, no tener hijos, ser madres solteras, padres solteros, inseminarnos artificialmente, vivir con alguien, ser solteros y exitosos, ser gays, ser transexuales, ser bisexuales, ser monjes católicos y luego budistas. Podemos casi por igual, hombres y mujeres, elegir una profesión; mujeres taxistas, obreras, CEO, presidentas...

Mi primo adolescente está en crisis porque quiere ser historiador, pero hay quince modalidades en cuarenta universidades distintas. Toma ansiolíticos.
Adriana cree que se pasó de exitosa y por eso no tiene marido.Toma ansiolíticos. Yo no sé nada, la lista de opciones que tengo para ser es tan grande como la de incertidumbres.
Quiero los ansiolíticos de Adriana.

Hace unos días mis amigos Alfredo y Blanca me invitaron a comer. Estábamos todos a la mesa, con sus hijos de tres y seis años, Nicolás y Sol, cuando de pronto Sol me preguntó: “¿Por qué solo tenemos una vida?”. Soltó su pregunta de la nada, como suele hacerlo cada vez que no entiende algo y llega a sus propias conclusiones en su cabecita llena de chinos.
-A mí me gustaría tener más de una vida -dijo después.
-Ah, ¿sí?- le dije aparentando calma en medio de la emoción que me había dado escucharlo.
-A mí también me gustaría tener más de una vida, ¿a ti por qué?

Me explicó que se refería a los videojuegos, y aunque yo me refería a la vida real, pasamos un rato pensando en diferentes formas de morirnos y revivir. Nos ahogamos en un bowl de cereal y revivimos como un muñeco de la caja; nos fulminó un rayo alienígena y revivimos del estómago del alien; nos aplastó una lluvia de autos y revivimos como calcomanías; nos volvimos invisibles y, cuando le dije que eso no valía, dijo Sol que sí porque que si nadie te ve es como si te murieras.

Después de la comida caminé un rato por Campos Elíseos, que ya es mi calle favorita del barrio. ¿Por qué solo tenemos una vida? ¿Por qué solamente podemos elegir una vez? Sé que una persona puede reinventarse muchas veces; yo misma, al mudarme a CDMX tenía la oportunidad de ser una nueva mujer, podía cambiar de trabajo, tomar clases de pintura, ser más divertida, hacer ejercicio... Pero a mis veintiocho años, ya no podía ser bailarina ni tampoco pianista. Hay opciones con caducidad, que sólo tienen un cartucho que quemar y, si se cruza la línea del tiempo y se gasta ese único cartucho, no queda más opción que ser algo más. Ser otra. ¿Y qué era yo?

En la caminata de regreso a casa, me detuve un momento en el parque Gandhi y me acosté en el pasto a pensar en todas las vidas que quisiera tener: una para ser bailarina, otra para tener muchos hijos, otra para ser poeta, para ser superhéroe, trapecista, cantante, para ser orquídea, atardecer, ola de mar y así.


Fragmento, Asuntos Pendientes, 2019.

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