Cuentacuentos


No soy una de esas personas que recuerden su vida en algún año en particular. No suelo decir, por ejemplo, en el 99 viajé a tal lado y luego de 2001 a 2003 hice tal o cual cosa. La verdad es que no recuerdo mi vida de manera lineal. Quizá por eso soy tan mala en historia. Normalmente, cuando hablo de lo que he hecho o he sido, relato el momento en sí, como cuando contamos un sueño, empezando por fijar el lugar y luego lo que sucedió, pero nunca la fecha, como en los sueños, me parece, nunca hay fechas.
Escribo esto porque hace un momento me sucedió algo extraordinario y cuando traté de fijar en el tiempo el recuerdo que desató este momento no pude hacerlo. Me enojé un poco, porque de inmediato quise sentarme a escribir y había pensado iniciar con una frase a la Dostoievski como “Hace siete años” o “Cuando tenía 20 años…” En fin. Ese acto me valió para saber que lo contaré como un sueño:

Estaba en mi habitación, en el departamento de Pino Suárez en Xalapa, y estaba llorando mucho. Lloraba porque recordaba a Jorge, mi más grande amor de adolescente que murió en un accidente, y porque en general me sentía de lo más infeliz. Seguramente estaba escuchando un disco triste, como solía hacer en ese tiempo. Casi puedo afirmar que era un disco cursi de Benny y que escuchaba Sutil dolor o Tonto corazón. Era estudiante de la Anáhuac, de Comunicación, y tenía un grupo de compañeros del que nunca me sentí parte. Mis únicas “amigas” eran Edna y Alejandra, que estaban en mi clase de francés, y eran un par de “chicas listas” con las que no hacía más que hablar de libros y música y burlarme de los demás. Con ellas fumé marihuana por primera vez y también con ellas fui a mi primer rave e hice todas esas cosas que se hacen en el primer año de la universidad, cuando ya te sientes adulto, pero en realidad estás perdida en el mundo.
Mi vida en general era un desastre. Vivía saturada de actividades: trabajaba en un periódico, estaba en clases de danza contemporánea, en ballet, en las clases de francés y además iba a la universidad. Mi madre tenía un novio haragán que vivía con nosotros y que yo no soportaba, ni soporto, y probablemente no soportaré. Mi hermano estaba en la prepa.
Fue una temporada, ahora lo entiendo así, en la que todos en mi familia estábamos huyendo de nosotros mismos, llenando nuestros días de actividades para alejarnos del monstruo que llevábamos adentro.
Mi madre siempre ha sido una maga para mantener un buen ambiente en casa y, en ese tiempo, yo creí firmemente que tenía una familia bonita y hasta que era feliz. Pero la verdad es que no había nada de eso. Me enfermaba casi por capricho; en primavera porque la alergia al polen, en otoño porque el viento y el polvo y en invierno la garganta y los resfriados me tiraban en cama durante días. Me acuerdo bien que pasaba muchas tardes viendo televisión, Changing rooms, y que los fines de semana me encerraba en mi habitación escuchando música y leyendo libros que no entendía del todo. Tenía una lista de canciones que escuchaba casi siempre en el mismo orden y que me hacían llorar. Lloraba mucho. Muchísimo. Era casi ridículo. Y en uno de esos días de llanto sucedió ese momento extraordinario que recordé hace unos minutos sentada en el escalón de mi casa de Monterrey, mientras me fumaba un cigarro.

Estaba en mi habitación de Pino Suárez, como dije, y había una ventana grande que daba al patio del edificio en el que vivíamos; nuestro departamento estaba en el primer piso. La vista era más bien gris: justo abajo había un pedazo de azotea de la vecina del uno, y al frente una pared de block con manchas negras y verdosas de humedad; pero lo que me gustaba de esa ventana era que detrás de la pared vieja estaba un terreno que había quedado encerrado por las construcciones y, como al parecer a nadie le importaba, la hierba y los árboles habían crecido con libertad desde hacía muchos años. Era mi jardín. Me encantaba asomarme a la ventana y ver con verdadero morbo cómo crecían las enredaderas con las lluvias del verano y que cubrían lentamente a un árbol, torcido y viejo, que servía de casa a un chipe que cantaba piiiiiu, piiiiiu. Pasaba mucho tiempo viendo a la ventana, incluso me desnudaba frente a la ventana con la esperanza de que algún vecino tuviera un telescopio y pudiera verme desde lejos, desnuda de piel y de todo.
Ese día, frente a la ventana, mi llanto se transformó en plegaria. Estaba tan desolada que comencé a pensar frases que eché al cielo como si el cielo tuviera un buzón que las recibiera. Pedí con verdadera fe una señal para encontrar el camino; una señal para poder zafarme de toda esa mierda y estar tranquila. Tenía los ojos fijos en el cielo y cuando bajé la mirada lo primero que leí fue la palabra “cuentacuentos”. Estaba escrita en el Diario de Xalapa, que estaba doblado sobre mi escritorio, y encabezaba una nota que hablaba de un cuentacuentos de la biblioteca municipal.
Cuenta-cuentos, repetí en voz alta y la claridad del mensaje hizo que el llanto cesara automáticamente. Cuentacuentos. No era una señal, era una orden. Cuenta-cuentos. Me costó un poco creer que era un momento de magia. En ese entonces, aunque buscaba la magia de la vida por todos lados, no creía en ella. No creía que fuera posible un guiño, porque la vida, lo pensaba en serio, no era más que una cabrona conmigo.
Cuentacuentos.

Pensé mucho en esa palabra-orden divina. Pero mi cabeza estaba tan llena de estupideces que no pude pensar claramente a qué se refería. Y fue absurdo porque no había nada que descifrar ni leer entrelíneas. Me acuerdo que empecé a preguntar mentalmente ¿pero cómo cuentacuentos? ¿Debo ir a la biblioteca y convertirme en cuentacuentos? ¿Acaso sólo tengo que ponerme a escribir?, ¿pero qué escribo, cuáles cuentos? Me sentí desesperada. Desde los doce años había escrito mi diario y luego con la beca del SNI comencé a escribir algunos cuentos, malos cuentos, pero lejos de pensar que escribir me podría hacer feliz sólo me compliqué la cabeza y me sentí frustrada.

Hace un par de semanas vi Los Puentes de Madison, y recuerdo bien que en las primeras escenas, cuando los hijos descubren la carta de su madre muerta, ella escribe que tienen que leer sus diarios para entender la conexión de los hechos más claramente. Me gustó mucho esa escena, me reveló una de esas cosas que dice Froylán “que sabemos pero que no sabemos bien”. Entendí que hay hechos que pasan por nuestra vida sin sentido aparente, pero cuando ha pasado el tiempo y uno los conecta se da cuenta de que la vida de una persona, en conjunto, tiene su propio sentido.
Su propia magia.

Y aquí estoy ahora. En mi casa de Monterrey, no sé cuántos años después de los llantos, dándome cuenta de que cuentacuentos tiene sentido ahora. Y de que una frase de Froylán, que tampoco comprendí entonces, es el cierre perfecto de este texto: “para escribir no hay que tener una beca, niña; hay que vivir”.
.
.
Imagen: "Camelia" Técnica: collage / Kika

Comentarios

Altamar ha dicho que…
no s'olo eres feliz, tambi'en estas viva :D.

un abrazo grande desde Espa~na.
hugoventura ha dicho que…
Siempre, siempre ocurre lo mismo. Vagando por aquí y por allá te vuelvo a encontrar, bueno, vuelvo a encontrar tu blog. Me encanta volver a leer a mi "blogstar favorita".
Érika B Carrillo ha dicho que…
¡Altamar!
¿cómo estás? ¿qué haces en españa? Cuéntamelo todo. Me quedé en tu doctorado con honores.
Besos.
Érika B Carrillo ha dicho que…
Hugo,
De verdad es increíble que me hayas encontrado otra vez.
Quiero reanimar un poco este espacio, ya ves que tengo un tiradero.
Me alegra no sabes cuánto que estés aquí. Gracias.

Un abrazo.

Entradas populares