Macroplaza



En Monterrey hay una plaza que no se parece nada a las plazas de los pueblos que tanto me gustan. No tiene un kiosco con una banda, ni tampoco una fuente vieja con palomas que se bañan. La plaza de Monterrey se llama Macroplaza y en su kiosco moderno hay un grupo de ciegos con batas blancas que ofrecen masajes en sillas chinas a los ejecutivos estresados que caminan por ahí, cuando el calor lo permite, cuando queda tiempo a la hora de la comida. Hay una gran torre anaranjada y sin chiste, como una barra gigante de chocolate, que en la cima guarda un rayo láser; un potente y verde rayo láser que ilumina el lejano Palacio de Gobierno, luego ilumina el Palacio Municipal y finalmente delinea el Cerro de la Silla. No he entendido cuál es la razón de que un rayo láser esté ahí, tan alto y tan verde, y de que ilumine esos puntos. Sinceramente me parece una ocurrencia, y más cuando uno se acerca a la placa de ese erguido pedazo de cemento y lee “Faro del Comercio”.

Mi padre vino visitarme un fin de semana hace unos meses, lo invité a conocer mi nueva casa -y de paso a conocerme a mí- y lo llevé a la macroplaza. A pesar de todo tiene su encanto. Los domingos que camino por ahí para comprar el diario y de vez en cuando un boleto de lotería, me he topado con familias, parejas de enamorados, viejos y turistas que casi la hacen parecer una plaza auténtica. También hay mimos y payasos que cuentan chistes machistas y escatológicos que no entiendo por qué a la gente le gustan tanto, fuentes sofisticadas y, eso sí, jardineras con un montón de flores y árboles enormes. Esas jardineras me recuerdan un poco Xalapa.

El día que llegó mi padre nos enteramos que habría una mega pantalla en la plaza cívica de la Macroplaza y que proyectarían el partido de fútbol de México-Belice. Mi papá es futbolero de hueso colorado, así que me hizo prometerle que iríamos juntos a ver el partido. Trato de disimular su emoción, pero sentí que me lo decía como un niño pequeño: ándale vamos, ándale, ándale.

Llegamos puntuales esa noche junto con otros cientos de regios a la plaza cívica del Palacio de Gobierno (un edificio bellísimo de cantera rosa que me hace sentir cerca de Zacatecas). Detrás de nosotros dos estatuas: Benito Juárez y Miguel Hidalgo, y al frente la mega pantalla que salía como joroba de un camión. Familias enteras estaban ahí, algunas llevaron sus propias sillas; había vendedores de cornetas de plástico, de papitas y, junto al camión de la pantalla, estaba una camioneta de Televisa con un conductor que trasmitía en vivo “el ambiente de los regios desde la Macroplaza”. Mi papá se movía mucho cada vez que nos apuntaba la cámara, y levantaba las manos y saludaba.
Pronto comenzó el partido. Belice, me enteré ahí, no era un equipo competitivo. Mi padre me explicó que sus jugadores no eran hombres que se dedicaran sólo al juego sino que eran carpinteros, obreros y electricistas y hablaba de ellos con ternura. A mí me gustó la idea de que fueran trabajadores y no cazadores de contratos millonarios y hasta se me antojó que ganaran, pero el partido comenzó con un gol en el primer minuto y al final ganó México 6-0.

Le pregunté al final si hubiera preferido ir al estadio a ver el partido -ese juego fue aquí en Monterrey y en la mañana le conté que tenía posibilidades de conseguir boletos- pero él me dijo que no, que le encantaba estar sentado en el piso tibio de la Macroplaza con su hija, gritando gol seis veces junto con esos cientos de personas que estaban ahí.
Me sentí como un pavo. Casi nunca pasamos tiempo juntos y el que yo le hubiera invitado el viaje y le hubiera regalado un buen momento haciendo algo que a él le gusta, me hacía sentir una buena hija. Me recargué en su hombro y le dije que estaba contenta de tenerlo ahí. Entonces él dijo: además imagínate cuando les cuente a mis amigos que estuve viendo el partido en la Macroplaza de Monterrey, no van a creer que en la fila de atrás estaba Benito Juárez y que Miguel Hidalgo hasta había traído una bandera para apoyar a la selección.

Y luego soltamos juntos una carcajada.

Al día siguiente no me salvé del futbol y vimos otros dos partidos en el Botanero de Santa Lucía. Para mi suerte, ese fin de semana también se jugaba la Eurocopa. Damn.
Y a todo esto, me preguntó mi papá, ¿tú a qué equipo le vas? Al Monarca, le respondí. Y empezó a decir un montón de cosas del equipo michoacano.

Si supiera que lo elegí porque tiene nombre de mariposa.
El que juegue fut es lo de menos.

Comentarios

Unknown ha dicho que…
Erika que hermoso relato, me dio mucha ternura por ti y por tu papa,
que gran regalo le diste!!
Y que gran oportunidad para él de conocerte por fin.
Por cierto...Un Feliz Año lleno de anhelos cumplidos para ti y tu family. Te quiero
Érika B Carrillo ha dicho que…
Querida Betty,
¡Mi fiel y veintiúnica lectora! qué gusto encontrarte aquí otra vez.
Te mando un gran abrazo y que el 2009 venga con un montón de cosas buenas y buenísimas para ti y la familia.
Te quiero
Hermanita:

No manches!! porque provocas que la primera lectura del día me saqué lagrimas de mis ojos???... Te Quiero Mucho!!
Anónimo ha dicho que…
tomaste esa foto desde el punto casi exacto en donde se encuentra una lampara muy especial para mí (o reflector o como le llames, pero ya ves q alrededor de la fuente hay varias)

q extraña sensanción ver una foto así

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