Lucía y aquel caracol


Entre los recuerdos de mi niñez hay uno que se separa de los demás porque fue el primero que me hizo saber que no estaba sola en el mundo. Es un recuerdo-joya, un recuerdo-tesoro, con Lucía Savoie, cuando ambas teníamos seis años.

Lucía y yo estábamos juntas en primero de primaria, éramos alumnas del grupo de la maestra Chela y éramos las más listas de la clase (desde entonces he sido una ñoña). Ella llevaba el cabello recogido con una coleta, usaba fleco y me acuerdo que era la única que vestía una camiseta polo de algodón, a diferencia de los demás, que usábamos la camisa blanca de vestir tradicional bajo el jumper gris de rayitas. Ese detalle, por alguna razón, me hacía saberla diferente.
Cuando llegué a la primaria estaba profundamente triste porque había dejado el kínder y con él a Karlita, mi única amiga, y al primer amor de mi vida, Jorgito (con quien por cierto fui reina de la primavera; yo vestí un traje de flor de papel crepé y él era un conejo de la suerte, con su reloj de bolsillo y su monóculo, guapísimo). Lucía entonces fue la primera persona que apareció entre la incertidumbre de los primeros días; pronto nos hicimos amigas y durante mucho tiempo ella fue la única, y me bastaba.

Me encantaba ir a su casa porque tenía un patio interno donde su padre tenía un taller de carpintería y eso para ambas era un juguete gigante. Casi siempre subíamos primero a su habitación y hacíamos dibujos; sus padres eran personas sensibles al arte así que tenía una repisa llena de colores, acuarelas, plumones y un carrusel de crayolas de-tres-pisos con una colección que tenía todos-los-colores-del-universo. Varias noches soñé con ese carrusel; en ese entonces yo quería ser pintora, como mi vecina Rocío.

La casa de Lucía (que fue Lucy hasta los diez años) era una construcción antigua en el centro de San Miguel y su habitación tenía una gran ventana de madera que en la base tenía un pequeño escalón donde nos sentábamos. Una tarde en ese escalón tratábamos de decidir a qué jugaríamos cuando de pronto se nos ocurrió hacer la tarea (por si quedaran dudas de que éramos unas ñoñas). Abrimos “el libro de lecturas” y me detuve en una de las primeras páginas para mostrarle algo que me había gustado. Pero ella siguió pasando las páginas, muchas páginas, y me señaló muy adelante del libro la lectura de Aquel Caracol.

“Aquel caracol, que va por el sol…”

Comenzó a leer. La miré con los ojos grandes y supe que mi amiga había leído lecciones que la maestra todavía no enseñaba.

“En cada ramita, llevaba una flor…”

¿Qué estaba pensando Lucía? Adelantar lecciones de cualquier libro estaba prohibido por la Maestra Chela, y era una maestra que hacía cumplir las reglas. Empecé a sentir algo que se parecía a esa emoción en el estómago cuando se está a punto de bajar por la montaña rusa: mi amiga estaba leyendo un texto prohibido, me estaba confesando abiertamente que había roto las reglas y, lo mejor de todo: no tenía miedo.

“Que viva la gracia que viva el amor...”

Antes de que terminara la lectura le confesé que yo también había leído esas lecciones. Entonces ella me miró, dejó de leer y en silencio me sonrió, mientras a mí se me mojaban un poco los ojos, tal vez por los nervios. Nos abrazamos y empezamos a danzar en su habitación, a un lado de esa ventana de madera que se iluminaba de tarde, cantando aquel caracol una y otra vez, cómplices de letras, festejando nuestro hallazgo, y sintiéndonos unidas más allá de la amistad y de la sangre.
Fue la primera vez que sentí ese placer interno que crees que te unirá para siempre a una persona.
Y también me sentí feliz.

Sin duda eso fue algo que estaba lejos de mi comprensión de niña de seis años, pero Aquel Caracol se ha convertido con el tiempo en un concepto personal para explicar esos momentos de asombro y de coincidencias sobre intereses-poco-comunes que se comparten entre las personas.

Durante muchos años quise contarle a Lucía esta historia para luego recordarla juntas, pero seguimos caminos diferentes y finalmente la vida nos alejó. Por suerte, hace un par de semanas me reencontré con ella gracias a Facebook. La vi en una foto abrazando a sus dos hijos y se me hinchó el pecho como paloma cuando vi que tenía la misma sonrisa que me regaló a los seis años -y que es igualita a la de Meredith Gray.
Le escribí en su “muro” que tengo recuerdos muy lindos de ella.
Y hoy le regalo este texto con un gracias añejado, que viene desde muy adentro.

Lucía, para ti.





Imagen: Leer


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Comentarios

Dany Marlowe ha dicho que…
Vuela esta canción, para ti Lucía... la más bella historia de amor que tuve y tendré...
Érika B Carrillo ha dicho que…
Daniellonni, una vez me quise llamar Lucía y creer que Serrat había escrito esa canción para mí...
Podría vivir toda mi vida con esa mentira.
Ya escríbeme.
Anónimo ha dicho que…
¡Precioso texto Kika!
Me hiciste recordar veinte años atrás. Creo que todos tuvimos un momento de complicidad inolvidable cuando fuimos niños.
Gracias por compartir.

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