Después de la tormenta


Desde la ventana puedo ver la tormenta con todo ese viento que hace que los árboles se azoten como ramas de santería. Llueve mucho, no se ve la avenida desde el balcón, tampoco las banquetas, sólo una mancha gris del cielo a la tierra y los faros de los autos que avanzan lentos como en una procesión.

Antes de que comenzara a arreciar la lluvia, en ese momento en el que el viento corre desordenado y todo se llena de olor a tierra mojada, pude ver algunos rayos sobre el cerro de la silla, rayos azules, rayos púrpura, y luego escuché el ruido de los truenos truuuuaaaaaaa. Me gustan las tormentas. Ya no recuerdo en dónde leí de los tlaloques, los duendes de las nubes que llevan consigo vasijas de barro llenas de agua. Es un mito mexica que cuenta que esos duendes, hijos de Tlaloc, juegan y brincan entre las nubes y sus vasijas chocan y se rompen y entonces llueve.
Por eso se dice que llueve a cántaros, supongo. La Dichosa Palabra lo sabrá mejor que yo.

Desde niña la lluvia me ha fascinado y ahora pienso que fue quizá por ese mito. Mi padre, sin duda, también contribuyó a ello. Precisamente este fin de semana mi hermano recordó que muchas noches él llegaba en la madrugada a sacarnos de la cama para salir a la terraza y ver la lluvia. Nos despertaba como si algo muy importante estuviera sucediendo, como si hubieran llegado Los Reyes, como si la perra estuviera pariendo o una nave espacial estuviera atravesando la luna en ese instante y, mientras Óscar y yo nos tallábamos la cara para poder abrir los ojos, él colocaba tres bancos en la terraza de frente a la calle donde mi hermano y yo nos sentábamos todavía con las piernas colgando. A mi papá le encanta la lluvia. Esas noches nos contaba historias de regimientos que luchaban en las nubes y se emocionaba muchísimo, imitaba el sonido de los truenos y hacía movimientos con las manos como esos que hacen los personajes de los juegos de video cuando lanzan poderes. Era muy divertido.

En Monterrey he visto sólo dos tormentas como ésta. Pero estuve en Xalapa el fin de semana y allá viví dos días enteros de lluvia, dos días grises llenos de agua que hace mucho no vivía.
Los días de lluvia están encerrados en sí mismos, y quizá por esa razón es que a muchos nos gustan, aunque no siempre, como no siempre nos gusta estar en nosotros mismos.
La lluvia de Xalapa se sintió como un bálsamo que, sin yo preverlo, alivió heridas profundas de otro tiempo y al mismo tiempo me hizo despertar del letargo de las últimas semanas.

Llevo varios meses pensando en un cambio estructural, uno de esos que marcan un antes y un después, un cambio hacha, un cambio abismo; y en Los Berros, con la bruma de la noche que parecía salir como vaho de la boca de los árboles, llegaron las respuestas claras, una por una, mientras los novios se besaban en las bancas del fondo, donde los faroles se creen estrellas.

Un buen amigo me dijo hoy en la oficina que los cambios no pueden ser radicales, que no somos chapulines para brincar del negro al blanco, y luego trató de recordar si había sido Gandhi o Confucio quien dijo que una persona sólo será feliz cuando ame su trabajo.
Hablamos mucho de cómo las personas establecen sus vidas sin miras hacia la conexión de sus pasiones, es decir, sin preocuparse porque sus cambios estén vinculados entre sí.
-Uno quiere cambiar de blanco a negro y eso no es posible –repitió– la vida se trata de conectar, de vincular, porque de otra forma sólo empezaremos todo el tiempo y no consolidaremos nada.
Le di la razón asintiendo con la cabeza antes de que terminara la frase. Conectar, vincular. “Sé estratégica” diría la exjefa de Pilar.

Estoy en un momento en el que entiendo ¿al fin?, que esta vida que tengo es un proyecto macro y que está en mis manos y, en ese sentido, tal vez por mi vocación de constructora de proyectos que me ha dado trabajo estos años, entiendo también que estoy ¿al fin?, construyendo el mío. Tal vez es algo que ya todos sabían, o que por ser un lugar común ya nadie repara en lo crítico que es plantearse el qué y el para qué de cada vida. Pero en mi caso, por primera vez, quizá en todos mis veintiocho años, tengo claro hacia dónde voy, tengo claro qué amo, y eso me hace profundamente dichosa.

En el avión platiqué con Armando, otro buen amigo, sobre los proyectos de vida y me contó la teoría de su esposa, quien dice que un proyecto, de cualquier índole (pusimos de ejemplo incluso a un hijo) implica diez años para construirse. Diez años.
–Es ahora, comadre, cuando debes empezar el tuyo –me dijo–, porque a los cuarenta irás algo tarde.
Durante los últimos años, éstos en los que he sido obligada a aprender el oficio de ser adulto, mantuve firme la confianza en que era joven, en que me faltaban muchos años todavía para equivocarme y además confié en mi suerte y en que todas las personas que me rodeaban eran buenas, pero llega el momento -siempre llega, siempre llega- en el que la vida te hace una putada y luego otra y entonces uno dice ya basta y deja de sentirse único y de mirarse el ombligo y decide empezar a construir/se.

Me da risa que los testigos de este cambio-abismo me digan que estoy loca cuando yo creo que es una acción de lo más sensata. Mi madre dice que es el famoso “sentar cabeza” y también dice que no a todos les llega (debo preguntarle por qué).

Hace varias noches, como veinte noches, soñé que vivía en la Ciudad de México en una casa muy linda y muy vieja que tenía una reja negra y las paredes verdes. En mi sueño llovía, otra vez la lluvia, y encontraba a un amigo que me saludaba de lejos.
Y entonces, como si aquello hubiera sido un presagio, hace unos días mi jefe me dijo que, por los proyectos nuevos, pronto tendría que mudarme a la oficina de México y no pude creer tanta suerte.
Todo es cuestión de encontrar los momentos precisos, dice mi amigo aquel de los chapulines.

Ahora quiero soñarme en Barcelona.






Imagen: Soñando, Eva Armisen

Comentarios

Miss B. ha dicho que…
Yo quiero soñarme en Marruecos...

Los duendes de las nubes, supe de ellos cuando tenía algo así como 9 años, mi abuela me contó de ellos mientras hacía chocolate para la cena. Y también amo la lluvia, tanto como amo mi trabajo. Gracias por tus líneas que tantas frases ha traído a mi mente. Frases que convertiré en post. Y felicidades por el cambio de oficina y de ciudad. Estaré aquí, leyendo de esos cambios que se aproximan.

Te dejo mi correo, para que me envíes (cuando puedas) esa información de tu organización y cómo es que puedo ayudar.

¡Saludos!


blanch_ambar@hotmail.com
Anónimo ha dicho que…
La lluvia, criosamente, es el tónico perfecto contra las nubes del alma. Mira con qué me vine a topar en Facebook, Kika. Un saludo, que me ha dejado tu post soñándome amando lo que hago. =)
Érika B Carrillo ha dicho que…
Hola Blanche, muchas gracias por tu comentario. Prometo enviarte un correo para contarte lo que hacemos y empecemos a ver de qué manera puedes colaborar...
Un abrazo grande.
Luis Barria ha dicho que…
Bruscamente la tarde se ha aclarado
Porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
Que sin duda sucede en el pasado.
(Borges)
Papitas ha dicho que…
Yo solía pensar en la lluvia como un grito de los dioses para detener el movimiento de las personas...para generar una pausa en el rush de la ciudad.. y una tranquilidad en mi mente..ahora la pensaré en esos duendes jugando en las nubes...dandole ese toque de alegría a cada gota de lluvia que vea caer....
un beso

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