La vida nómada
Estuve releyendo este blog hace unas horas, como para enterarme en qué iba, y me sucedió como cuando uno toma un libro nuevamente, después de varios días de abandono, y de pronto comienza la historia completa a dibujarse otra vez en la mente, como por arte de magia, y vuelven a aparecer los personajes, los espacios, las voces.
Cortázar escribió sobre ese momento de “redibujamiento” en Un Tal Lucas, pero ya no recuerdo en cuál. Lo describe de una forma hermosísima. Cuando lo leí por primera vez estaba en la librería Gandhi de Xalapa, hace como ocho años, y mientras buscaba qué hojear, porque entonces no podía comprar nada, encontré la edición de las obras completas de Cortázar. Era un libro blanco enorme. Estaba en uno de los estantes principales, lo tomé, pasé varias páginas deteniendo el libro con ambas manos y con el pulgar elegí esa página al azar donde leí precisamente eso que ya no recuerdo con precisión, pero que me hizo pensar, otra vez, que Cortázar era lo máximo.
Leí en varias ocasiones, en este lienzo de blogger, conversaciones de aviones y justamente pensaba comenzar hoy escribiendo otra historia de avión. En los últimos seis meses mi vida ha sido un torbellino de los que pocos, en verdad, pocos, pueden contar. Pero en el último mes esa sensación de ninguna parte, se ha acentuado sobremanera: he estado en seis ciudades distintas. San Francisco, Xalapa, México, Querétaro y San Miguel de Allende. Ahora de nuevo estoy en Monterrey. Eso sacude la cabeza ¡Claro que la sacude! Y si de por sí ya escribía textos clavados, los cuentos venideros no serán distintos.
Podría escribir un texto de cada uno de los días que viví en cada una de esas ciudades, pero se vuelve complicado por el tiempo. Entonces, es doblemente complicado elegir sólo un momento detonador de todos los pensamientos que me llegaron en estos días de vida nómada, que fueron, exactamente, veintiocho.
Me fui en luna menguante y regresé en luna menguante.
Llevo varias horas pensando y no puedo elegir un momento. Todavía no. Tengo muchas conversaciones con mi abuela, con mi padre, con Andrés, con Marco, con Adriana, con Betty, con mi tía Elsa; tengo imágenes del cielo del bajío, de la lluvia de Xalapa, del Parque Juárez, del Charco del Ingenio, tengo grabada la sonrisa de mi abuela mostrándome fotos viejas, el aroma de la mañana en San Miguel, en la terraza de mi papá. Tengo también las seiscientas páginas que me bebí de Murakami y el reencuentro con la voz de la recepcionista del hotel San Antonio que me comunicaba a la habitación 43.
No, no se puede.
Cortázar escribió sobre ese momento de “redibujamiento” en Un Tal Lucas, pero ya no recuerdo en cuál. Lo describe de una forma hermosísima. Cuando lo leí por primera vez estaba en la librería Gandhi de Xalapa, hace como ocho años, y mientras buscaba qué hojear, porque entonces no podía comprar nada, encontré la edición de las obras completas de Cortázar. Era un libro blanco enorme. Estaba en uno de los estantes principales, lo tomé, pasé varias páginas deteniendo el libro con ambas manos y con el pulgar elegí esa página al azar donde leí precisamente eso que ya no recuerdo con precisión, pero que me hizo pensar, otra vez, que Cortázar era lo máximo.
Leí en varias ocasiones, en este lienzo de blogger, conversaciones de aviones y justamente pensaba comenzar hoy escribiendo otra historia de avión. En los últimos seis meses mi vida ha sido un torbellino de los que pocos, en verdad, pocos, pueden contar. Pero en el último mes esa sensación de ninguna parte, se ha acentuado sobremanera: he estado en seis ciudades distintas. San Francisco, Xalapa, México, Querétaro y San Miguel de Allende. Ahora de nuevo estoy en Monterrey. Eso sacude la cabeza ¡Claro que la sacude! Y si de por sí ya escribía textos clavados, los cuentos venideros no serán distintos.
Podría escribir un texto de cada uno de los días que viví en cada una de esas ciudades, pero se vuelve complicado por el tiempo. Entonces, es doblemente complicado elegir sólo un momento detonador de todos los pensamientos que me llegaron en estos días de vida nómada, que fueron, exactamente, veintiocho.
Me fui en luna menguante y regresé en luna menguante.
Llevo varias horas pensando y no puedo elegir un momento. Todavía no. Tengo muchas conversaciones con mi abuela, con mi padre, con Andrés, con Marco, con Adriana, con Betty, con mi tía Elsa; tengo imágenes del cielo del bajío, de la lluvia de Xalapa, del Parque Juárez, del Charco del Ingenio, tengo grabada la sonrisa de mi abuela mostrándome fotos viejas, el aroma de la mañana en San Miguel, en la terraza de mi papá. Tengo también las seiscientas páginas que me bebí de Murakami y el reencuentro con la voz de la recepcionista del hotel San Antonio que me comunicaba a la habitación 43.
No, no se puede.
Podría escribir una novela con todo lo que sucedió en este mes, pero curiosamente me ha salido un cuento que además no viene a cuento de nada de esto que me pasó. Justo ayer lo terminé, se llama "La señora Ursu".
Supongo que es parte de las consecuencias de esta vida nómada.
Las letras también se niegan a establecerse.
Hay algo bueno en aprender a vivir en una maleta: me siento valiente para que venga el siguiente reto. Es algo similar a la sensación que se obtiene después de hacer algo que te daba miedo; como cuando nos negamos a cruzar la cortina de agua de una cascada porque ignoramos por completo qué hay del otro lado y además pensamos que nos ahogaremos en el intento. Pero la cruzamos, salimos del agua sin un rasguño y al darnos cuenta que seguimos vivos, que respiramos y que, en verdad, no pasó nada, nos sentimos listos para cruzar la siguiente cascada.
En mi caso nunca imaginé vivir en una maleta, al menos no por tanto tiempo. Nunca imaginé "no tener una casa", creí por ejemplo, que mi departamento se montaría y desmontaría en ciudades y casas distintas, pero nunca pensé "no tener un departamento". Llevo más de cuatro meses, por decirlo de alguna manera, "a la deriva", y ahora que he notado que sigo viva y que no ha pasado nada, me descubro despreocupada y hasta menos aprehensiva.
Supongo que es parte de las consecuencias de esta vida nómada.
Las letras también se niegan a establecerse.
Hay algo bueno en aprender a vivir en una maleta: me siento valiente para que venga el siguiente reto. Es algo similar a la sensación que se obtiene después de hacer algo que te daba miedo; como cuando nos negamos a cruzar la cortina de agua de una cascada porque ignoramos por completo qué hay del otro lado y además pensamos que nos ahogaremos en el intento. Pero la cruzamos, salimos del agua sin un rasguño y al darnos cuenta que seguimos vivos, que respiramos y que, en verdad, no pasó nada, nos sentimos listos para cruzar la siguiente cascada.
En mi caso nunca imaginé vivir en una maleta, al menos no por tanto tiempo. Nunca imaginé "no tener una casa", creí por ejemplo, que mi departamento se montaría y desmontaría en ciudades y casas distintas, pero nunca pensé "no tener un departamento". Llevo más de cuatro meses, por decirlo de alguna manera, "a la deriva", y ahora que he notado que sigo viva y que no ha pasado nada, me descubro despreocupada y hasta menos aprehensiva.
Durante mucho tiempo me dije a mí misma -después de las lecciones aprendidas- que mi estabilidad era un factor determinante de mi bienestar; y asociaba esa estabilidad a un espacio físico. Mientras yo tuviera un espacio físico que yo reconociera como mío y solamente mío, en el cual pudiera retirarme a ratos, como me gusta, como me hace bien, sólo así podía sentirme en paz.
Pero entonces, la vida nómada me está dando justamente la lección contraria: la paz está llegando porque no tengo un espacio físico.
Me pregunto qué pasará con las personas inflexibles que se dicen un día: "soy una persona muy dura, me conozco perfectamente y así soy" y entonces un día se dan cuenta de que también se conmueven profundamente y lloran y se desgarran, pero no se permiten decir "soy una persona sensible" porque ellas ya se han definido antes como duras y hay que ser congruentes y todas esas cosas. ¿De qué sirve saber perfectamente quién eres? ¿Y quién lo sabe realmente? Finalmente nadie nos juzga por cambiar de opinión, sólo nosotros.
Creo de verdad que nadie está hecho de una manera para siempre. Y si hasta el sabio cambia de opinión, qué más da que nosotros también lo hagamos.
Pero entonces, la vida nómada me está dando justamente la lección contraria: la paz está llegando porque no tengo un espacio físico.
Me pregunto qué pasará con las personas inflexibles que se dicen un día: "soy una persona muy dura, me conozco perfectamente y así soy" y entonces un día se dan cuenta de que también se conmueven profundamente y lloran y se desgarran, pero no se permiten decir "soy una persona sensible" porque ellas ya se han definido antes como duras y hay que ser congruentes y todas esas cosas. ¿De qué sirve saber perfectamente quién eres? ¿Y quién lo sabe realmente? Finalmente nadie nos juzga por cambiar de opinión, sólo nosotros.
Creo de verdad que nadie está hecho de una manera para siempre. Y si hasta el sabio cambia de opinión, qué más da que nosotros también lo hagamos.
"Tu paz está nada más en tu cabeza", me dijo mi amigo de los chapulines.
Y sí.
Y sí.
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Comentarios
Puedes guardar cada uno de ellos en maletas, en departamentos, en libros.. pero siempre lo llevaras recorriendo tus venas..mezcalandose con tu sangre y recorriendo tu cuerpo.. asi que no pierdas el tiempo buscando hogar... ya lo tienes.....dentro de ti.
Es justo eso. Lo has comprendido mejor que yo. Te abrazo.