Llaves
Para Itzel
Nunca he contado esta historia. Es un recuerdo de cuando tenía cinco o seis años. Mi papá tenía un llavero con muchísimas llaves, las llaves de casa, las llaves del consultorio que tenía varias puertas, llaves del club deportivo, llaves de los autos. Tenía un llavero sencillo, con una gran argolla atada a un pedazo de cuero, que no tenía ningún chiste, pero que le servía para fijarse ese llaverío al cinturón.
Muchas veces, cuando estaba ese montón de llaves sobre la mesa del recibidor me acercaba a verlas, a sentir su peso en mi mano, a escuchar su sonido. Cuántas puertas, cuántas cosas bajo llave.
Tuve pocas oportunidades de hablar con mi papá cuando era pequeña, sus horarios y su desinterés en los niños no eran una buena combinación, pero cuando lograba acercarme a él, en el momento correcto y con la pregunta correcta, me regalaba historias memorables.
Y así sucedió una mañana de domingo cuando, sin más que hacer, me acosté junto a él en su cama. Veíamos la tele. Tenía sus llaves en el buró y las tomé. Seleccioné la que me parecía más rara, una de esas antiguas y doradas con apenas un diente y le pregunté ¿de qué es esta llave? Me explicó que era de un mueble viejo que tenía en el consultorio. ¿Y esta otra? Le mostré ahora una llave muy larga y chueca. Es de la cerradura del patio de la clínica, dijo, pero es una cerradura oxidada y se atora, por eso está chueca.
Empezó a explicarme los conjuntos de llaves: esta argolla tiene las llaves de la casa, estas son las llaves del club, estas son de la casa de tu abuela...
Yo estaba complacida por tener su atención, pero él seguramente ya estaba aburrido y buscaba alguna forma de despacharme. Seguí examinando las llaves. Había una que no pertenecía a ningún grupo, una llave pequeñita y plateada. ¿Y esta?
Mi papá tomó el montón de llaves y me lo puso sobre la panza. Sentí el peso del metal que estaba frío y me reí.
—Esta es la llave de la felicidad —dijo, y comenzó a hacerme cosquillas dándome piquetitos en todo el cuerpo.
Yo me retorcía de risa en la cama.
Él no lo supo, nunca se lo dije, pero un buen día me encontré una llave diminuta tirada en la calle, una llave de la felicidad, y la até a mi llavero. La convertí en mi amuleto.
Desde entonces han llegado a mi vida esas pequeñas llaves, para un locker, para un candado y, curiosamente, al poco tiempo quedan inservibles, porque pierdo el candado o la memebresía del locker.
Entonces se hace la magia y se convierten en llaves de la felicidad.
Con ceremonia ato siempre una llavecita en cada uno de los llaveros que he tenido, como señal de buen augurio, en las tantas casas que he vivido.
Es mi Patronus.
Mi recuerdo favorito, porque es simple y tierno.
Un amuleto infalible y poderoso, la llave de la felicidad.
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