Santa Ágata
Un amigo me dijo:
-Mi sobrina acaba de abrir su cuenta de correo: chicablue43 o supersonica007, algo así. ¡Pero qué es eso! Es lo más tonto del mundo -mi correo es sta_agata, mi amigo me había pisado un callo.
-No es nada práctico ser chicablue43, imagínate cuando tenga que hacer su currículum y escribir que ese es su correo -dijo.
-Sí, claro, no es nada serio, no es profesional –le dije para disimular que me había herido en lo más profundo del corazón y él continuó haciendo la llaga todavía más grande:
-Para qué hacerlo complicado, rmartinezlopez, algo así, federicoluna. Imagínate cuando tenga que dictárselo a alguien por teléfono.
Sí, por supuesto, sabía de qué me hablaba.
El comentario de mi amigo me dejó pensando un rato. Desde los quince años soy fiel devota de mi cuenta sta_agata y ese amor que le tengo -¿nos tenemos?- me impide rotundamente deshacerme de ella, renombrarla siquiera. ¿Cómo abandonarla?, ¿cómo negarla, si fue mi primera cuenta personal, si es un homenaje además? ¿Y sus archivos de oro y plata?
La historia de sta_agata
Una de las historias que podré contar a mis nietos es la del nacimiento del correo electrónico. Cuando estaba en la prepa, mi maestra de computación nos habló de un sistema novedosísimo que consistía en enviar y recibir mensajes por la computadora. Mi escuela fue pionera en la utilización de ese sistema que entonces sólo nos permitía teclear mensajes en una pantalla negra con letras verdes y enviarlos a otros "buzones electrónicos". Me gustaba esa sensación de que el futuro estaba llegando. Además, tener la posibilidad de enviar mensajes “secretos” e instantáneos era una herramienta utilísima para una adolescente de quince años; sobre todo cuando se trataba de escribirle cosas lindas a ese chico moreno que me dejaba muda en los pasillos.
La primera cuenta electrónica de mi vida fue generada automáticamente con mi matrícula. Y tenía que hacer filas interminables afuera del centro de cómputo para acceder a una máquina y entrar a ese correo oscuro e inexplicable. Recuerdo que tan desconfiada estaba entonces del espacio virtual que imprimía todos mis mensajes para conservarlos de manera tangible ¿cómo es que esos “mails” podían “guardarse” ahí? ¿Ahí, dónde? La impresora todavía hacía ese ruido agudo y horrible triii triiii triiii, cada vez que pintaba una línea.
Pero un buen día nació Hotmail, esa versión prístina de fondo blanco con cinco o seis botones de colores y, por sentirme vanguardista, abrí mi cuenta. Puedo decir con orgullo que fui la primera erikacarrillo@hotmail.com, pero el gusto me duró muy poco. No revisaba nunca esa cuenta ¿quién entonces, en todo el mundo, podía enviarme correos que no fueran mis propios compañeros? Así que olvidé la contraseña y la perdí.
Por supuesto, meses después, ya no tuve la misma suerte. erikacarrillo era el nombre de otro usuario, ecarrillo, carrilloe, carrilloeri, ericarrillo, y todas las combinaciones posibles, eran nombres de otros usuarios. Estuve al menos una hora tratando de encontrar un nombre válido en el único internet público de San Miguel, lo que entonces significaba un verdadero lujo, porque Estación Internet cobraba sesenta pesos la hora (¡más de la mitad de mi domingo!) y sólo era frecuentado por extranjeros. En mi desesperación comencé a escribir el nombre de todas las cosas que estaban a mi alrededor: ventana, ya estaba; sillón, ya estaba; escritorio, servilleta, tazadete, galletadegranola. Todos los nombres pertenecían a otro usuario. ¿Pero qué estupidez era esa? Sentí que Hotmail me estaba tomando el pelo.
Frustrada, abandoné la sesión y después de pagar una fortuna bajé a la Dolce Vita, un café muy mono, que estaba justo debajo de Estación Internet, y ordené otra galleta de granola -enorme y deliciosa- y un café moka con crema batida y chispas de chocolate que entonces estaba de moda. Me senté un rato ahí y saqué de mi mochila El Espejo Enterrado de Carlos Fuentes. Lo leíamos para la clase de Ciencias Sociales que nos daba Mercedes San Martín, mi maestra favorita -una completa tirana-, y entonces descubrí otra tomada de pelo:
La historia de Santa Ágata
El libro comienza relatando la conquista de España y casi al final del primer capítulo se narran los actos aberrantes de los cristianos y los visigodos. Los visigodos eran los amos de España en el siglo VI y quién sabe cómo se les ocurrió que Jesucristo no era más que un profeta mundano, por lo que rechazaban absolutamente que formara parte de la Santísima Trinidad. Los cristianos por su parte creían que Jesucristo era el hijo de Dios Padre y, por lo tanto, en esa tercera parte que le correspondía también era Dios.
En fin, uno de tantos ridículos-pleitos-religiosos que siempre han existido. Pero los visigodos tenían el poder en ese tiempo y, como es natural, se impusieron de manera sangrienta ante los cristianos: le arrancaron los ojos a Santa Lucía, quemaron viva a Santa Eulalia a los doce años, y a Santa Ágata le cortaron los senos.
Todas ellas fueron mujeres vírgenes, denunciadas como cristianas y ese fue su castigo. En el caso de Santa Ágata, el delator fue un pretendiente que ella rechazó. Un despechado hijodeputa.
Hasta el siglo XVII, Francisco de Zurbarán retomó las historias de las mártires cristianas y, con el catolicismo instaurado con los Reyes de España, les rindió homenaje con óleos hermosísimos en los cuales aparecían estas mujeres ostentando los símbolos de su tortura.
El óleo de Santa Ágata desapareció y, un día, en otro contexto donde no estaban enterados de aquella tortura ni de Zurbarán, apareció de nuevo entre otros óleos viejos. Para el descubridor no fue más que una mujer con vestidos elegantes. Pero detrás de la tela decía “Santa Ágata” y estaba también la firma de Zurbarán. “Pero qué santa es ésta”, se habrá preguntado el hombre que encontró la obra. “¿Y qué es eso que lleva en su charola? ¿Serán panes o campanas?”
Y con toda la autoridad de ese hombre creativo y anónimo, Santa Ágata se convirtió en la patrona de los panaderos y los hacedores de campanas.
Mi cuenta es un homenaje a la farsa de la historia.
Santa Ágata, patrona de los panaderos y los hacedores de campanas, y esa pobre mujer cercenada tenía sus senos en esa charola gracias a un infeliz con el corazón roto.
Imagen: Santa Ágata
Comentarios
Caray... qué pude enseñarte entonces. Ahora me das tres vueltas.
Gracias por recordarlo, Migue. Beso.
Así en mayúsculas y negritas. Mi primer correo era aizury y ya, pero pues también se me perdió la contraseña y así. Infinidad de correos que he tenido, espero ya quedarme con el actual. Muchos besos y abrazos.