La conciencia de las cosas


Uno anda viviendo por ahí y de pronto toma conciencia de algo que hace que la vida, como la conocemos hasta ese momento, se transforme.
A mí me ha sucedido muchas veces. Un día tomé conciencia, por ejemplo, de caminar: de cómo colocaba mis pies sobre el piso, del movimiento de mis piernas, de mis tobillos, de la cadencia (qué bonita la palabra cadencia) del ritmo de mis pasos, de la sensación de los zapatos, y poco a poco comencé a sentir la vida de otra manera. Una vida con la atención sobre los pasos. A partir de entonces adquirí un gusto especial, morboso tal vez, por observar a la gente caminar: los pies abiertos, las rodillas juntas, los que caminan con las puntas o los que caminan-levitan, los que arrastran los pies y un largo etcétera. La forma de caminar es otra forma de huella digital.

También me pasó que tomé conciencia de mi respiración cuando fui a una de esas meditaciones jipis; seguramente lo mismo les pasa a quienes van a yoga o los que comienzan a hacer ejercicio. La respiración es la base de todo, dijo la instructura, y comenzó a explicar la importancia de la oxigenación de los músculos y del cerebro y al final convenció a todos de que en la respiración está la clave de la buena salud y hasta de la felicidad. Quién sabe. Yo creo que cualquier cosa que analicemos con verdadero interés, que sintamos intensamente y que comprendamos nos lleva invariablemente a la buena salud y a la felicidad.

Tomar conciencia de algo es asunto del ocio. Aunque también es asunto serio cuando la conciencia que se toma nos hiere o nos encabrona, como la guerra, el hambre y esas cosas que ya nadie piensa porque ya nos acostumbramos a que estén ahí, lejos, lejos, en África.

El año pasado tomé conciencia del cielo. Y el lector podrá decir ¡cómo hasta el año pasado!, pues sí, pues sí. Sabía que existía y me encantaba. Me gustaba ver los colores, el atardecer, las nubes. Pero una cosa es admirar el cielo y otra distinta es comprenderlo. Me enamoré de un patán que pasaba un tercio de su vida volando, era instructor de vuelo, y a partir de mi amor estúpido y desbordante y de mis ganas de fundirme con él y sus obsesiones etéreas, comencé a poner atención y tomé conciencia del cielo.
No puedo decir mucho, tomar conciencia no significa "saberlo todo", pero comprendí que ese espacio que aparentemente es azul y cóncavo, tiene un comportamiento lógico de acuerdo al viento, a la humedad, a la posición del sol, a las estaciones del año. Aprendí a orientarme con los puntos cardinales y con las estrellas, a saber si el viento venía del noreste o del sur dependiendo de la forma de las nubes. Logré descifrar los reportes del clima de los aeropuertos, predecir si un día nublado se despejaría o no, a saber por qué las nubes tenían tal o cual forma, a identificar un cirro, un cúmulo, un estrato.
El cielo se convirtió en un espacio "vivo" que ya no pude sólo ver. ¿Y la vida de las pájaros?, ¿cómo es ver la vida desde el cielo, vivir desde el cielo, estar siempre suspendido en un espacio inmenso que no tiene límites comprensibles? Nunca como ahora he admirado a las aves.
Al patán lo mandé a volar.

Las clases de canto de Kika

De la última cosa que tomé conciencia fue de mi voz. Sucedió la semana pasada. Mi amiga Ale, que es bailarina, me contó de sus clases de canto y del maestro que es una maravilla y por qué no vienes, ándale Kika, te va a encantar. Siempre he tenido la fantasía de cantar jazz con mis amigos músicos, así que agregué al maestro en Facebook (procedimientos posmodernos de inscripción) y después de un intercambio de mensajes, comencé a ir a sus clases.
La primera sesión estuve muy nerviosa. El estudio está en la azotea de una casa vieja donde no se escucha nada ni a nadie, y además de que se sentía un frío insoportable yo temblaba por dentro al pensar que cantaría en voz alta frente a alguien que me estaría dando toda su atención. El maestro desde que me dijo bienvenida alumna, se escuchó angelical y me cayó bien. Es un hombre muy joven, un apasionado del canto y de las voces y me convenció de ser altamente profesional y serio. Muy serio.
Esa primera clase me explicó cosas que nunca había escuchado: hablamos del comportamiento de las cuerdas vocales, de la resonancia, de timbrar la voz y luego le conté mi fantasía de cantar jazz y él me contó de su fascinación por Rossinni, etcétera, etcétera.
Me dijo que con su sistema las primeras clases cantaría únicamente una escala de notas con dos sílabas: nA na nA na nAaaaa, nO no nO no nOooooo. La primera vez que lo hice me gustó escucharme, las escalas se repiten muchas veces hasta que el cuerpo vibra y aquello parece un mantra. De pronto, sin darme cuenta cómo, estaba produciendo sonidos que jamás me había escuchado. Y el maestro dijo que soy soprano.

Estoy convencida de que cualquiera puede cantar si conoce su voz y sabe usarla "correctamente". Y me emocioné mucho pensando que pronto estaría haciendo música con mis amigos jazzistas.
La cuarta clase el maestro me desaució:
- Alumna, vienes afónica ¿gritaste? -dijo cambiando su expresión y poniéndose muy serio.
- ¿Gritar? no en realidad, fui a comer con un amigo. Bueno, el restaurante tenía mucha gente, había un poco de ruido y yo tuve que hablar en voz alta, muy alta a lo mejor... como dos horas.
- Tu voz se escucha muy mal, alumna -me dijo cada vez más serio y hasta preocupado- tienes las cuerdas desgarradas ¿lo sientes?
Me explicó lo que había sucedido con mis cuerdas por hablar-gritar durante dos horas con mi amigo en ese restaurante ruidoso y me dijo que ese comportamiento podía ocasionarme serios problemas en la voz en pocos años. Yo lo miraba con los ojos de plato, con la angustia por dentro y como si nunca hubiera tenido una garganta en el cuerpo, comencé a sentirla en ese momento, apareció de pronto y la sentí fatal, cansada, desgarrada, me ardía, estaba hinchada, terrible.
El maestro me dio ejemplos de personas que no han cuidado su voz, ejemplos fatales como el del niño árbol y yo sentía mi garganta cada vez peor y veía cómo mi fantasía se desdibujaba de mi horizonte. Quise llorar.

La recomendación fue no hablar durante algunos días, tres al menos, para que mis cuerdas se recuperaran un poco y como si estuviera enferma de la presión y me prohibieran la sal, debía de empezar nuevos hábitos con mi voz. A partir de ese momento comencé mi vida en mute.
Un día y medio lo logré. Pero el fin de semana fui a Xochimilco con unos amigos y hablé y me reí como loca, luego el domingo por la noche fui a jugar el nuevo Guitar-Hero de los Beatles, y canté y grité durante horas. Mi actitud en medio de todo ese festín parlante, sin embargo, fue seria. Todo el tiempo sentí mi garganta hasta que otra vez quedó destrozada.

Hoy fui a clase. Pero ayer di un taller de dos horas y hoy tuve una reunión larga en un restaurante. En fin, confesé todo mi mal comportamiento antes de que el maestro pudiera decirme nada, aunque él, desde que lo llamé para decirle que había llegado lo supo todo.
-Necesito saber qué puedo hacer. No me quiero rendir -le dije sintiendo toda mi garganta otra vez.
-No hables -sentenció solemne-, no lo hagas al menos durante setenta horas. Tus cuerdas necesitan un descanso antes de que podamos hacer algo con tu voz.
Me dijo que era el mismo caso de una herida, de una convalecencia, pero que nadie repara en la gravedad de una herida en las cuerdas porque es casi imperceptible. Me contó de las personas que han necesitado operaciones y de quienes pierden la voz antes de los cincuenta años.
-No puedo darte clase porque no es correcto en tu estado -me dijo
-Está bien, entiendo -respondí y después de algunas recomendaciones salí del estudio.
-Alumna, cuídate. Recuerda esta fecha porque si cumples con los nuevos hábitos, al final de febrero comenzarás a notar una diferencia abismal.
Entonces sonreí por su gota de esperanza y él me concedió al fin una sonrisa.

Cuando caminaba a casa (es una maravilla vivir a distancias caminables en esta ciudad gigante) me despedí de mi voz. Y mientras lo hacía/sentía comencé a recordar todo este asunto de tomar conciencia de otras cosas. Conciencia de mis pasos, del cielo, de mi respiración, de mi voz herida.
Antes de llegar a la calle de Leibnitz me invadió una ola de conciencia de todo lo que he vivido en este último mes.
Y cuando fui conciente de que sí hay algo con lo que ya no puedo, lloré.






Imagen: hand art bird flying

Comentarios

Pac Morshoil ha dicho que…
Me encanta leerte. Sólo eso. Cuida tu voz, y canta, canta.

=).
Érika B Carrillo ha dicho que…
Paco, pues para mí es un gusto tenerte como lector :)
Welcome.

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