Las semillas
A los cinco años me creí el cuento de que si me comía las semillas de la fruta germinarían en mi estómago y me saldrían ramas por las orejas y por la nariz. Lo creí de verdad. Pero no era una niña que se pudiera engañar fácilmente, así que cuando lo escuché por primera vez de la boca de una prima mayor perversa, me aseguré de preguntarle cómo es que eso era posible. Me dio una explicación muy rápida, como si fuera obvio, y me convenció diciendo que la humedad del estómago y la oscuridad y la comida que hacía una composta fertilizadora, eran el espacio ideal para el crecimiento. Sí, pude entenderlo. Pero yo nunca había visto a un niño con una rama en la oreja o en la nariz, todavía podía ser una mentira, entonces mi prima me aseguró, siniestra, que ella sí había visto uno y le puso un nombre y al final de la historia lo mató atravesado por un tronco gigante que le creció por el estómago. El niño árbol.
Jamás olvidé la imagen del niño árbol, y no tuve más opción que crecer con ese miedo oculto. Me cuidaba muchísimo de separar las semillas de la fruta antes de comerla o de triturarlas con los dientes si acaso las sentía en mi boca. Cuando llegaba a tragarme alguna me invadía el terror, que nunca es más grande el terror que a los cinco años, y recuerdo que me observaba durante días en el espejo los orificios de la nariz y las orejas para cerciorarme de que no había nada verde creciendo ahí dentro.
Tengo fija mi imagen sentada a la mesa mientras mi mamá cocinaba. Le preguntaba todo lo que se me ocurría y también le preguntaba sobre las semillas. ¿Todas las frutas y verduras tienen semillas? ¿Y todas las semillas pueden crecer? Le preguntaba por qué algunas frutas tenían muchas semillas y otras pocas, por qué unas eran grandes y otras pequeñas y, mi madre tan buena, sin saber lo que decía, respondía siempre con cualquier cosa con tal de mantenerme quieta en esa mesa. Algunas veces tomaba las semillas que se salían de la tabla de picar y a propósito las robaba para sembrarlas a escondidas haciendo un hoyito con mi dedo en la tierra de las macetas de la casa. Quería entender mejor lo que podía pasarme en cualquier momento en el estómago. Ninguna brotó jamás.
Descubrí las semillas de la papaya una mañana en el cesto de la basura. En casa había un patio trasero donde era costumbre desayunar los sábados y, mientras mi mamá picaba la fruta yo observaba aquellas bolitas negras que yacían en el basurero; eran las más raras, las más viscosas, y hasta creí que podían ser los huevecillos donde crecían los gusanos de la fruta. Incrédula de que aquellas larvas de verdad fueran semillas, pedí a mi madre que me explicara todo de ellas. Me dijo que la papaya no era una planta común sino una palmera y que las frutas crecían en el copete como los cocos. Pero las palmeras y los cocos crecen en la playa, le dije. Y ella me aseguró que si se cuidaban bien podían crecer en la ciudad y hasta dar frutos. ¿Quieres sembrarlas aquí?
A mi mamá poco le interesaban las plantas y menos las palmeras de papaya, pero dejó a un lado la fruta que picaba en ese momento y me pidió que tomara diez bolitas; una, dos, tres, cuatro... y las fui poniendo en mi mano con un poco de asco. Fuimos al jardín frontal, que era más grande y más soleado que el trasero. Nos hincamos ambas sobre la jardinera que estaba pegada a la pared del vecino, aflojé la tierra con las manos e hice un hoyito donde dejé todas esas semillas extraterrestres. Las cubrí, les puse un poco de agua con la manguera y volvimos a la cocina.
Todo el día esperé que creciera la palmera. Imaginé que lo haría como la enredadera gigante del cuento de las Habichuelas Mágicas, que creció una noche hasta el cielo, pero pasaron semanas enteras y aquello nunca brotó.
Olvidé mi experimento muy pronto, hasta que un domingo que estaba jugando en el jardín, mientras mi padre podaba el pasto, encontré algo raro en el mismo lugar donde habíamos sembrado las semillas. Unas tristes hojitas verdes, un poco deformes. Llamé a mi padre para preguntarle qué era eso y después de echarle un vistazo me dijo que aquello era el inicio de mi palmera de papaya.
Mi palmera de papaya.
Corrí a avisarle a mi madre, a mi hermano menor que apenas caminaba, corrí a buscar a mis vecinos, Lulis, Memo, Mariyoyis. Quería contarle a todo el mundo que las semillas de papaya de verdad podían crecer y que lo harían en mi jardín. Me emocionó que además aquello no era una planta común, como las que yo conocía. Y me sentí madre por primera vez, con la responsabilidad infinita de ese brote deforme que crecía en el jardín frontal. Estaba feliz.
Cuidé el brote cada día con devoción. Lo miraba atenta por las mañanas cuando mi madre me llevaba al colegio y cuando regresaba del colegio y cada vez que alguien salía o entraba a la casa por el jardín. Lo acariciaba, lo regaba, lo mimaba. Pero las palmeras son plantas lentas y aburridas y, antes de que pudiera ver que aquella plantita no era una broma, como empezaba a pensar, nos mudamos a San Miguel de Allende.
Volví a Querétaro a los dieciseis años, cuando comencé a estudiar la prepa en el Tec. Vivía de lunes a viernes en casa de mis tíos-abuelos y los fines de semana regresaba a San Miguel. Mi papá decidió comprarme un auto por un tema de practicidad, un chevy negro, y obtuve mi "Permiso", una especie de pre-licencia de conducir que me daba, al fin, la libertad de conducir sola. Recuerdo que el primer fin de semana que tuve ese "Permiso" hice mi primer viaje en carretera de cincuenta kilómetros, de San Miguel a Querétaro, y me sentí poderosa y libre escuchando en mi auto a todo volumen Champagne Supernova.
Una tarde cuando iba hacia el fraccionamiento Bosques de la Hacienda para visitar a mi amigo Carlos, tomé una calle equivocada y me perdí. Llegué quién sabe cómo al Campestre y tuve esa sensación de haber estado antes en ese sitio. Me detuve en la caseta de vigilancia a preguntar indicaciones y un hombre me dijo que esa calle me llevaba a la Colonia del Valle, que si quería llegar a Bosques de la Hacienda tenía que regresar y tomar de nuevo la avenida y entrar por el otro lado.
La Colonia del Valle.
Seguí conduciendo en línea recta para salir de nuevo a la avenida pero la sensación de haber estado antes en ese sitio se volvió más intensa. Era esa la colonia donde viví a los cinco años. La Colonia del Valle, estaba segura. Comencé a tomar varias calles y busqué esperanzada la que había sido mía. Traté de ver aquello con los ojos de antes pero ya nada se parecía a mi recuerdo. En
las calles había ahora camellones con árboles enormes que en aquel
tiempo no eran más que ramas con pocas probabilidades de vida. Si tan sólo hubiera recordado el nombre ¿Paseo del Prado?
Recordé la fachada de la casa de Mariyoyis, la escalera de la cochera de Abril y Brianda donde nos sentábamos a jugar a las Barbies, la reja blanca de circulitos de la casa de Memo, el jardín de Lulis, pero ninguna casa ahí parecía ser alguna de esas que tenía en la memoria.
Doblé en la calle principal para volver a la avenida y justo cuando pensaba darme por vencida reconocí el parque y la casa de la señora Tere y supe que mi casa estaba cerca.
Avancé con el auto lentamente para no pasar la casa de largo, apagué la radio, bajé la ventanilla y entonces la vi.
Tenía una palmera enorme en el jardín frontal, cargada de fruta.
Desde el auto la miré con mi mirada de madre anónima. Y sonreí.
Imagen: papaya
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